A estas alturas parece que queda claro que, por ahora, la gente no quiere vivir en mundos virtuales. Las grandes compañías tecnológicas encabezadas por Meta (anteriormente conocida como Facebook) han dilapidado miles de millones de dólares en algo que nació muerto. El 28 de octubre de 2021, Mark Zuckerberg emprendió su faraónica apuesta por el metaverso, lo que le llevó incluso a cambiar el nombre de su compañía, intentando venderle al mundo la idea de que en poco tiempo todos estaríamos habitando en una realidad digital inmersiva similar a videojuegos como Fortnite. Allí, gracias a los equipos de realidad virtual, podríamos hacerlo todo, desde realizar nuestras gestiones bancarias como si estuviésemos en una sucursal física o charlar con avatares de dependientes en tiendas online hasta las más sofisticadas formas de ocio que se nos puedan ocurrir. En principio, él único límite era la imaginación de aquellos que diseñan y programan ese espacio alternativo. El resto del sector se creyó las profecías de Meta y se lanzó a conquistar una parcela de ese nuevo universo, especialmente, Microsoft y Apple.
Desde 2019 los laboratorios de realidad virtual de la compañía han perdido más de 46.000 millones de dólares, y, según informaba Fortune el pasado julio, esta línea de actividad podría estar quedándose sin financiación. De hecho, un mes después Meta anunciaba la cancelación del lanzamiento de los equipos de realidad virtual de siguiente generación. A las demás empresas no les fue mejor: Microsoft pudo haber perdido en torno a 5.000 millones de dólares por el fracaso en la comercialización de su tecnología Hololens, y se rumorea que el descalabro en ventas de las gafas de RV de Apple Vision Pro podría llevar a que se interrumpiera su producción antes de final de año.
Los profetas del metaverso lo definían como una nueva dimensión dentro de internet. Se trataría de un mundo virtual en 3D –o a una serie de mundos conectados entre sí-, interactivo, inmersivo y colaborativo. Con ciertas similitudes con videojuegos online de moda basados en mundos virtuales como Fortnite, Minecraft o Roblox, en realidad parte de un concepto mucho más amplio y ambicioso que un mero producto, servicio o app, y es solamente equiparable a términos generalistas que ya utilizamos con naturalidad, como ciberespacio, internet de las cosas o la nube.
La realidad virtual -la tecnología principal en la que está basado el metaverso- es la eterna candidata a protagonizar la siguiente revolución digital, por lo menos desde comienzos de la década pasada, pero, por alguna razón, nunca ha conseguido despegar más allá del ámbito del videojuego o de aplicaciones especializadas de la industria o la sanidad.
Los obstáculos que han frenado la difusión de la realidad virtual han sido, por una parte, el alto precio de venta de los dispositivos, como cascos o gafas, la incomodidad a la que someten al usuario por su peso, forma o tamaño, y, en ocasiones, por el malestar que produce en el cerebro la inmersión en mundos virtuales, pues hay personas a las que les generan náuseas y mareos. Aunque realmente la principal razón que ha impedido el despegue de esta tecnología es sin duda la falta de un servicio o aplicación de la misma que haya cosechado una masa crítica de usuarios, algo parecido a lo que sucedió con Pokémon Go en 2016.
En cualquier caso, ahora que está despertando una cierta alarma social por el tiempo que pasamos pendientes de las pantallas -especialmente en los colectivos más jóvenes-, no resulta muy recomendable el promocionar la inmersión total en entornos digitales, la desconexión sensorial completa con nuestra vieja y familiar realidad circundante. Me quedo con lo que dijo el filósofo Byung-Chul Han en una entrevista del diario El País: “Durante tres años he cultivado un jardín secreto que me ha dado contacto con la realidad: colores, olores, sensaciones… Me ha permitido percatarme de la alteridad de la tierra: la tierra tenía peso, todo lo hacía con las manos; lo digital no pesa, no huele, no opone resistencia, pasas un dedo y ya está…”.