martes, 25 de febrero de 2020

La tecnología blockchain al rescate del periodismo independiente


Una de las bazas con las que cuenta la industria de la comunicación para salir del abismo de incertidumbre en el que ha sido sumergido por culpa de la innovación disruptiva es, precisamente, reinventarse utilizando la tecnología más vanguardista. De esta forma, ya aparecen iniciativas relacionadas con la realidad aumentada y extendida, con el uso de inteligencia artificial para la redacción de noticias o con la hiperpersonalización de la oferta informativa, en función de los gustos y preferencias del usuario, por poner unos pocos ejemplos. Una de estas tendencias muy de moda en los últimos años es blockchain, la cadena de bloques, que para muchos constituye el eje de la próxima revolución tecnológica. Este “libro de cuentas” distribuido está siendo objeto de iniciativas en el campo del periodismo, especialmente relacionadas con el control de la fiabilidad y la calidad de la información, y con la propiedad intelectual y la retribución del redactor o del medio.

A grandes rasgos, una blockchain es una base de datos digital distribuida, aparentemente inmutable, que puede registrar transacciones en tiempo real. Cada nueva transacción en el sistema se encadena cronológicamente a las precedentes –de ahí el nombre- y requiere ser aprobada por consenso por todos los miembros de la red. Esto implica que no existe una autoridad central que apruebe y regule las transacciones, y que existe un control férreo que impide la manipulación de los registros, garantizando la calidad de los datos allí incluidos. De hecho, los bloques de información de la cadena son criptográficamente sellados y no pueden ser editados borrados o copiados.

Entre otras aplicaciones, esta tecnología puede impulsar los llamados contratos inteligentes, que no son otra cosa que programas informáticos que ejecutan automáticamente la gestión de derechos digitales, para, por ejemplo, realizar pagos a los creadores o los titulares de los derechos de autor de una determinada obra.

La tecnología de la cadena de bloques puede tener sus aplicaciones dentro del periodismo digital. A grandes rasgos, se pueden plantear los siguientes casos posibles:

Micropagos para apoyar pequeñas publicaciones. La gran cantidad de medios de comunicación de todo tipo que compiten ofreciendo información y contenidos en internet hacen que la inversión publicitaria este muy dispersa y fragmentada. Para un medio modesto, financiarse y sobrevivir a base de anuncios resulta muy difícil. Una alternativa de ingresos sería establecer micropagos por la lectura de artículos y a través de blockchain se podrían gestionar de forma eficaz y en tiempo real el flujo de estas pequeñas cantidades de dinero.

Criptomonedas para financiar proyectos periodísticos y el trabajo de los periodistas. Alrededor del mundo existen miles de personas que estarían dispuestas a pagar por leer periodismo libre e independiente de calidad. Ya existen proyectos de crowdfunding basados en criptomonedas para financiar iniciativas específicas de periodistas que trabajan por contar una buena historia, sin tener que depender de patrocinios o ingresos publicitarios.

Plataformas de noticias sobre blockchain. Su misión es distribuir noticias utilizando la cadena de bloques, garantizando la veracidad, la transparencia y la libertad de expresión de los redactores que en ella participan. Un ejemplo de esto es DNN (Decentralized News Network).

Una hemeroteca perdurable. El cierre a veces repentino y abrupto de medios online puede llevar a que los contenidos se pierdan para siempre, tanto para el público como para los propios autores de los mismos. Dado que blockchain es un registro descentralizado y permanente, los periodistas pueden encontrar en esta tecnología una forma de conservar su trabajo –y en consecuencia su carrera profesional- sin riesgo de pérdida o desaparición.

Ya podemos encontrar experiencias en marcha de plataformas de blockchain periodísticas. Civil, lanzado por The Civil Media Company, se autodefine como un protocolo descentralizado de comunicaciones para periodistas y ciudadanos. La idea es dar apoyo a la redacción independiente para producir periodismo de investigación de calidad, tanto local como internacional. La visión de los responsables es conseguir crear un vasto ecosistema de periodistas, ciudadanos y desarrolladores para ofrecer productos y servicios que cimienten una actividad periodística sostenible. La actividad de la plataforma reposa sobre la blockchain Ethereum, donde una comunidad de lectores, creadores de contenidos, verificadores de datos y editores, deciden la línea editorial y el tipo de contenido a publicar.

El trabajo de los periodistas implicados es financiado a través de las aportaciones de los lectores, para que puedan escribir libremente y de forma independiente. De hecho, Civil ha creado su propia criptomoneda para realizar transacciones, CVL Token, aunque también se aceptan divisas convencionales.

Por otra parte, Publiq es otra plataforma de publicación de contenidos que persigue conectar a los productores con los editores para encontrar nuevos modelos de medios de comunicación, tanto en relación a la propiedad de los mismos, su gobernanza y su gestión. Comenzó a funcionar en su versión real a finales de 2018 y está basada en blockchain, inteligencia artificial y analítica. La idea es luchar contra el mal periodismo y potenciar el de calidad, y para ello establece un sistema mediante el cual los lectores califican a los autores, impulsando su reputación y la remuneración que reciben.

lunes, 17 de febrero de 2020

Inteligencia artificial contra las fake news


El término fake news ha saltado a primera plana en los últimos años a raíz de la manipulación de la opinión pública y del voto en las elecciones de Estados Unidos de 2016, y también en el referéndum del Brexit celebrado en el Reino Unido. El escándalo protagonizado por la empresa Cambridge Analytica, que hizo un uso fraudulento de los datos personales de millones de usuarios de Facebook, volvió a avivar su protagonismo el pasado año.

No obstante, no todos aprueban el uso de la denominación de noticias falsas para referirse al fenómeno y hay quien lo considera muy restrictivo e insuficientemente descriptivo del problema de fondo. Es el caso de la Comisión Europa, que prefiere hablar de desinformación.

En concreto, define la desinformación como “información falsa, inexacta o engañosa, diseñada, presentada o promovida para causar intencionadamente un daño público o para obtener un beneficio”. Para la Comisión, la expresión fake news no es adecuada, porque no abarca la complejidad del problema.

De hecho, a menudo se trata de contenido que no es falso, o que no es completamente falso, pero que es información fabricada, mezclada con hechos y prácticas que poco tienen que ver con el concepto de noticia, como pueden ser cuentas automáticas en redes sociales utilizadas para hacer astroturfing (disfrazar las acciones de una entidad política o comercial como la reacción pública espontánea), el uso de redes de seguidores falsos, los vídeos manipulados, la publicidad dirigida, los trolls organizados o los memes visuales. En resumen, se trata de todo un abanico de prácticas para manipular la opinión pública en internet, que van más allá de lanzar una noticia falsa.

Paradójicamente, las noticias falsas o fake news se viralizan en las redes sociales mucho más rápidamente que la información veraz y contrastada. Es algo que ha podido demostrar un reciente estudio de MIT Initiative on the Digital Economy, que analizó, entre 2006 y 2017, en torno a 126.000 hilos de noticias en Twitter, tuiteados más de 4,5 millones de veces por unos 3 millones de personas.

Los resultados fueron desalentadores. En palabras de los autores, la verdad tarda aproximadamente seis veces más que la mentira en alcanzar a 1.500 personas. En suma, los contenidos falsos se difunden significativamente más lejos, más rápido y más profundamente en los hilos y cascadas de conversaciones, que los verdaderos.

Entre todas las categorías de bulos, los relacionados con la política son los que alcanzan mayor difusión, por encima de los relacionados con el terrorismo, los desastres naturales, la ciencia, la información financiera o las leyendas urbanas.

El hecho de que las fake news presentan una probabilidad de ser retuiteadas un 70% superior puede tener que ver, según el estudio, a que se perciben como más novedosas que las reales. La gente tiende a difundir la novedad en mayor medida que lo ya conocido.

Finalmente, y en contra de lo que se piensa, el análisis realizado demostró que los bots, los perfiles automáticos de Twitter, aceleran las noticias falsas y verdaderas en la misma proporción, lo que implica que somos los humanos -y solo nosotros- los únicos responsables de la proliferación de las fake news.

La caza de noticias falsas es una tarea ardua y compleja. El inmenso caudal de información que llega a los portales agregadores de contenidos y que circula por las redes sociales hace muy difícil que los editores humanos puedan verificar rápidamente una determinada noticia, especialmente cuando se trata de una historia nueva. Ocurre con frecuencia que, cuando se consigue demostrar que una noticia es falsa, el daño que produce ya ha tenido lugar.

Las máquinas pueden aportar rapidez y eficiencia a la tarea de cazar bulos. En concreto, nos pueden superar en el análisis de los atributos cuantificables de la noticia, como la estructura gramática, la elección de palabras, la puntuación y la complejidad del texto. No obstante, el verdadero desafío para construir un buen detector de fake news no es tanto el diseño del algoritmo, sino encontrar los datos adecuados para alimentarlo y entrenarlo en suficiente cantidad. Pero los bulos aparecen y desaparecen con rapidez, y resulta complicado recopilarlos para podérselos mostrar a las máquinas.

Un equipo de investigación de la Universidad de Michigan ha creado un algoritmo cazador de noticias falsas que ha demostrado hacerlo mejor que los humanos: ha conseguido identificar fake news con un 76% de éxito, frente al 70% de los cazadores humanos.

Otro ejemplo de detección de noticias falsas a través de la inteligencia artificial es el sistema basado en aprendizaje profundo que ha desarrollado la startup británica Fabula. En este caso, la identificación del bulo no se produce a través del análisis del texto, sino estudiando cómo se comparten las historias, para reconocer patrones de difusión que únicamente pueden corresponder a fake news.

Por último, el MIT’s Computer Science and Artificial Intelligence Lab (CSAIL), en colaboración con el Qatar Computing Research Institute (QCRI), ha realizado una tercera aproximación a este tema, en este caso centrando la atención en las fuentes de las noticias. El sistema que han desarrollado utiliza el aprendizaje automático (machine learning) para determinar la exactitud de una fuente de información e identificar si está políticamente sesgada.

La tesis que subyace en esta experiencia es que, si una web ha publicado fake news en el pasado, es muy probable que lo vuelva a hacer. De esta forma, el algoritmo recopila datos de estos sitios sospechosos y los modeliza, para poder identificar con este patrón a otras páginas que vayan a publicar bulos por primera vez. Este rastreador solamente necesita analizar unos 150 artículos para poder determinar con fiabilidad si una fuente de información es o no de confianza.



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martes, 11 de febrero de 2020

La digitalización no puede con el libro


Hace ya más de diez años que el libro electrónico llegó al mercado y, sin embargo, su tasa de penetración sigue siendo muy reducida. Por alguna razón, no acabamos de aceptar desprendernos del tacto del papel y de la lectura a través de un objeto físico, con sus páginas y su portada.

Diversas son las razones para esto. Una encuesta a lectores realizada por We are testers, arrojó como principales factores de rechazo a los soportes digitales la costumbre y la inercia que tenemos de leer en medios tradicionales. Casi la mitad de los encuestados que prefieren el papel afirman que así disfrutan más del libro, y más de la quinta parte de los mismos, reconoce que les resulta difícil cambiar sus usos y costumbres de lectura.

Otro trabajo de campo realizado por la Universidad de Arizona, citado por la revista Futurity, aporta más luz sobre este tema. Un resultado muy curioso que aflora de él es que los participantes de los focus groups afirman no tener la sensación de propiedad completa sobre un libro digital, por ejemplo, al no poder copiar el archivo para poder leerlo en distintos dispositivos. A diferencia del libro publicado en papel, el electrónico no se puede prestar, regalar o revender, factores que limitan su valor, a juicio de los encuestados.

Un aspecto interesante que plantea es la relación sentimental que establecemos con el libro físico, que a menudo nos ayuda a expresar nuestra identidad. Los libros presentes en las estanterías de las casas dicen mucho sobre la personalidad y las inclinaciones del morador.

El formato papel nos llega a más sentidos que la vista. El olor de la tinta de un libro nuevo o el tacto de las páginas, establecen una experiencia sensorial que va más allá del mero texto, y esto es algo que el soporte digital no aporta.

Muchos de los participantes en el estudio afirmaron que al adquirir un ebook tienen la sensación de estar alquilándolo más que comprándolo. No genera sensación de propiedad.

Posiblemente, las cifras de ventas de lectores para libros electrónicos hayan crecido más llevadas por el impulso caprichoso de tener el último grito en tecnología, que por una necesidad real de los usuarios. Una de las principales críticas del sector editorial a este soporte es que no aporta prácticamente nada nuevo a la experiencia lectora; sus ventajas se reducen a que los títulos digitales son más baratos que los físicos y que se pueden almacenar muchos libros dentro del espacio reducido del dispositivo. Pero poco más.

Uno de los caminos que tiene el sector editorial para adaptarse al mundo digital es seguir los pasos de la música y el audiovisual, y crear plataformas de streaming de libros. De esta forma, igual que ocurre en Spotify y Netflix, el usuario paga una tarifa plana y tiene acceso a un voluminoso catálogo de títulos, que puede leer, pero no poseer.

Ya existen experiencias de bibliotecas digitales en este sentido, como Nubico, 24Symbols, Kindle Unlimited, o la que ha creado la startup española Odilo. Y, sin embargo, el mundo del libro presenta rasgos específicos que obstaculizan, de alguna forma, la posibilidad de ofrecer las obras como un servicio streaming.

Por una parte, resultaría muy difícil establecer un servicio gratuito sostenido con publicidad, como tiene Spotify. Aunque el consumidor de música acepta las interrupciones publicitarias como algo inevitable para poder disfrutar la gratuidad, sería impensable para muchos lectores el aceptar ser interpelados por anuncios durante la lectura.

El otro factor es que la industria editorial resiste y no ha vendido todavía sus catálogos en masa a las plataformas de streaming, a diferencia de las empresas de audiovisual, que han claudicado hace tiempo.



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