lunes, 9 de abril de 2018

Los ecos de 2001 (I): el futuro que no pudo ser

Para celebrar los 50 años de la película de Stanley Kubrick 2001: una odisea del espacio me gustaría analizar a través de una serie de artículos algunos conceptos y elementos del film y su vigencia o relación con este mundo de la primera mitad del siglo XXI. En concreto, temas como las visiones de entonces del futuro tecnológico, el desarrollo de la inteligencia artificial y su relación con el ser humano, el transhumanismo o la búsqueda de vida extraterrestre.

El 4 de abril de 1968 tuvo lugar el estreno de 2001: una odisea del espacio, una epopeya ideada por el escritor británico Arthur C. Clarke y el realizador Stanley Kubrick, que recrea una historia alternativa de la humanidad, desde el origen de nuestra especie hasta que esta lleva a cabo un salto evolutivo propiciado por inteligencias extraterrestres superiores, derivando en una suerte de “niño del cosmos”

La cinta constituye uno de los títulos clásicos del cine de ciencia ficción de todos los tiempos y sus imágenes y banda sonora original pasaron a formar parte de la iconografía popular del siglo XX.

Dividida en tres bloques, el primero cuenta cómo un artefacto de origen extraterrestre, un estilizado monolito, instruye a los primeros homínidos en el manejo de las herramientas, en concreto un hueso, mientras que el segundo y el tercero nos trasladan al año 2001 y relatan, respectivamente, el descubrimiento de otro objeto similar en la Luna y un viaje espacial a Júpiter a la búsqueda de establecer contacto con otras civilizaciones del cosmos.

Aparte de la calidad formal de 2001, en su época supuso una verdadera revolución en el campo de los efectos especiales, especialmente en la recreación de los primates semihumanos de la primera parte y también en cómo se retratan los vuelos espaciales, considerando detalles como la ingravidez o la ausencia de referencias “terrestres”, como “arriba” y “abajo”. Y es que el optimismo tecnológico de Clarke y Kubrick les llevó a vaticinar un principio de siglo XXI en el que los humanos viajábamos en vuelos regulares a nuestro satélite, o a inmensas estaciones espaciales, y en el que podíamos enviar misiones tripuladas a los planetas exteriores del sistema solar.

Ciertamente, aquel mundo de la década de los sesenta veía inevitable el que tuviera lugar un gran salto adelante en la tecnología aeroespacial que en treinta años trajese todas esas maravillas que cuenta la película. A fin de cuentas, al año siguiente del estreno de la película, Armstrong y Aldrin pisaban la Luna fruto del reto político lanzado por el presidente Kennedy en 1962, que tenía el objetivo de adelantar a los soviéticos en la carrera espacial. Y, sin embargo, todo ese impulso conquistador se desinfló como un globo a mediados de la década siguiente.

La Unión Soviética perdió el interés por nuestro satélite una vez que Estados Unidos plantó allí su bandera, por lo que la carrera espacial, por lo menos en ese apartado, se desaceleró. La crisis económica de los setenta, los recortes presupuestarios de los ochenta y el cambio de orientación de la NASA, apostando por misiones no tripuladas e intentando abaratar costes (Viking, Voyager..), cambiaron por completo la perspectiva de la conquista del espacio que se tenía en los sesenta.

Hoy, en 2018, en vez de la majestuosa estación espacial con forma de rueda que muestra Kubrick en el film, tenemos la ISS, un conjunto de estrechos e incómodos módulos solamente aptos para ser habitados por astronautas profesionales; en la Luna no solamente no tenemos bases estables, sino que no hemos vuelto a pisarla desde 1972; y en lo tocante a misiones tripuladas a otros planetas del sistema solar, todavía no tenemos claro en qué año podríamos llegar a Marte, el más cercano a nosotros.

Es bien cierto que otros vaticinios que realiza 2001, como la videoconferencia o la inteligencia artificial -los ordenadores capaces de aprender por su cuenta-, sí que sean cumplido en nuestra época, pero en general, cuando vemos de nuevo la película, nos asalta una sensación de decepción por un futuro que no se cumplió. La empresa de capital riesgo Founders Fund lo expresó muy gráficamente en un manifiesto, con la frase “queríamos coches voladores y en vez de eso nos dieron 140 caracteres”, en referencia al límite de texto que admite la red Twitter en sus posts.

A pesar de que actualmente vivimos una revolución de la tecnología digital, hay quien piensa que el ritmo de innovación de los últimos tiempos se ha ralentizado. Hace unos años un artículo The Economist, Innovation pessimism: Has the ideas machine broken down?, planteaba el siguiente razonamiento: si entramos en una cocina de principios del siglo XX y luego en otra de, pongamos, 1965, nos encontramos ante dos realidades radicalmente distintas. Pero si comparamos la de 1965 con una actual, nos damos cuenta que, quitando algún aparato más que otro y los displays digitales, básicamente tienen la misma forma y funcionan de la misma manera. Los autores defendían que de alguna forma la innovación en el mundo actual se ha estancado. Sea o no verdad, aquellos niños de los años setenta que fuimos seguirán soñando con los maravillosos cruceros espaciales y las bases en la Luna que nos describió Stanley Kubrick en ese mundo futuro que no fue. Ese futuro que no pudo ser.

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