martes, 17 de abril de 2018

Los ecos de 2001 (II): humanos automáticos y máquinas demasiado humanas

Para celebrar los 50 años de la película de Stanley Kubrick 2001: una odisea del espacio me gustaría analizar a través de una serie de artículos algunos conceptos y elementos del film y su vigencia o relación con este mundo de la primera mitad del siglo XXI. En concreto, temas como las visiones de entonces del futuro tecnológico, el desarrollo de la inteligencia artificial y su relación con el ser humano, el transhumanismo o la búsqueda de vida extraterrestre.

Uno de los personajes 2001 con mayor número de frases en el guion – aunque hay solamente cuarenta minutos de diálogos de un total de dos horas y diecinueve minutos de metraje- no es humano. Se trata del superordenador HAL 9000, que se encarga de llevar la nave espacial Discovery hasta más allá de Júpiter con una tripulación de varios astronautas en estado de animación suspendida y dos despiertos de guardia, Dave Bowman y Frank Poole. La misión va en busca de un misterioso monolito supuestamente creado por una civilización de origen extraterrestre.

HAL, cuyo nombre es el resultado de la contraer las palabras heurístico y algorítmico, los dos principales sistemas de enseñanza (y no las letras que preceden en el abecedario a las siglas IBM, como dijo algún crítico de la época), es la visión que tuvieron el director Stanley Kubrick y el coautor del guion Arthur C. Clarke de lo que podría llegar a ser la inteligencia artificial en el entonces futuro, el comienzo del siglo XXI. La película anticipó elementos como el aprendizaje automático o las redes neuronales, algo en lo que se basa la inteligencia artificial más avanzada que estamos desarrollando hoy en día.

Uno de los rasgos más notables de HAL es su personificación, es decir, cómo ha sido diseñado para emular el modo de relacionarse de una persona con otros interlocutores humanos, simulando incluso empatía por los demás. Por ejemplo, en una escena de la película le llega a decir al astronauta Bowman: “puedo deducir por el tono de tu voz que estás disgustado, Dave.  ¿Por qué no te tomas una píldora relajante y descansas un poco?” Exactamente como una persona se preocupa por otra.

Su voz igualmente intenta reproducir el tono cálido del habla humana. En uno de los borradores primitivos del guion HAL tenía una voz femenina y en vez de HAL se llamaba Athena, pero finalmente Kubrick y Clarke desestimaron la idea porque de esa manera la relación de la máquina con los astronautas podría adquirir matices eróticos no deseados.

Un fenómeno curioso en la relación entre hombre y máquina es lo que el crítico de cine Alexander Walker denominó inversión de los roles, que hace alusión a que los astronautas Poole y Bowman se comportan de manera mecánica en el film —siguen los protocolos establecidos y aplican el entrenamiento recibido de forma fría y desapasionada—, mientras que HAL se muestra demasiado humano, al desarrollar algo parecido a emociones y una especie de soberbia, que le lleva en última instancia a acabar con casi toda la tripulación de la nave.

De alguna forma supone una metáfora de cómo nos enfrentamos a la tecnología hoy en día. Por un lado, desarrollamos algoritmos de inteligencia artificial intentando en muchos casos que se parezcan lo más posible a un ser humano en sus diálogos y reacciones. Un buen ejemplo de ello son los modernos robots conversacionales, que poco a poco se introducen entre las relaciones de las empresas con sus clientes, o los asistentes personales, como Siri de Apple, Google Assistant, Cortana de Microsoft o Alexa y Echo de Amazon. El objeto de estos programas es que aprendan cómo somos de sus relaciones con nosotros e intenten parecerse cada vez más a un ser humano.

Y en el extremo opuesto, en muchos aspectos el uso de la tecnología deshumaniza a las personas. A pesar de que las redes sociales tienden a amplificar la vida social, algo que destaca la reciente publicación Sociedad Digital en España 2017, también consiguen aislarnos detrás de las pantallas y sustituir en gran medida las relaciones físicas personales por otras digitales.

Este fenómeno también lleva a que se produzcan linchamientos públicos en redes sociales como Twitter, en donde las masas de cibernautas iracundos sin rastro de empatía atacan con fiereza a personajes públicos -y a otros que no lo son tanto-, sin intentar comprender sus motivaciones o informarse adecuadamente de la naturaleza de los hechos por los que se les juzga. ¿Y qué decir de la costumbre de grabar con el teléfono móvil en situaciones de accidentes, atentados o catástrofes naturales? ¿Acaso no se muestran poco humanos aquellos que registran el dolor y el sufrimiento ajenos, en vez de intentar ayudar o sencillamente paralizarse de horror? Ha ocurrido en numerosos atentados de los sufridos en los últimos tiempos, aunque el caso más reciente es un accidente, el del telesilla desbocado de una estación de esquí Georgia, en el que algunos testigos se dedicaban a grabar en vídeo cómo la estructura lanzaba con violencia a los esquiadores, en vez de intentar socorrerlos.

¿Estaremos transmitiendo nuestra naturaleza humana a las máquinas que construimos?

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