Desde hace aproximadamente quince años nos hemos acostumbrado a escuchar el término “tecnología disruptiva”, que alude a aquella innovación que parece que va a poner patas arriba todo lo que hemos conocido hasta el momento. Y, efectivamente, han existido desarrollos tecnológicos que, en forma de productos o servicios, han cambiado para siempre la forma de vivir o trabajar. Pensemos en la llegada del teléfono inteligente -el primero lo lanzó Apple en 2007- y lo que ha supuesto poder llevar en un bolsillo toda la capacidad para hacer cosas de un ordenador conectado a internet, o en las plataformas de streaming para consumir contenidos que han revolucionado el sector de los medios audiovisuales. Sin embargo, existen tecnologías o tendencias tecnológicas que, aunque fueron firmes candidatas a resultar disruptivas, no han alcanzado una masa crítica de usuarios y las expectativas que han generado se han quedado en nada, por ahora.
Sin duda, la lista de estos ingenios que se agostaron antes de florecer está encabezada por la realidad extendida, es decir, la realidad virtual y la realidad aumentada, cuyos defensores, encabezados por Mark Zuckerberg, juran un año tras otro que ha llegado el momento de que se conviertan en indispensables en nuestras vidas. Sea por lo caros que resultan los equipos, por lo incómodo de su uso o porque no existe una utilidad real que justifique emplearlos, lo cierto es que son tecnologías que siguen sin cuajar de forma masiva, aparte de en campos específicos como puede ser el de los videojuegos. Y, unido a ellas, encontramos el concepto de metaverso, una realidad inmersiva digital en la que se supone que íbamos a realizar la mayor parte de las cosas que hacemos por internet, y en la que las grandes empresas del sector han dilapidado ingentes cantidades de recursos financieros. Tanto Meta como Microsoft y Apple parecen estar frenando las inversiones realizadas en este terreno, y dejando de lado los desarrollos.
Otro de los geniales inventos que no ha acabado todavía de llegar a los mercados es el de los automóviles autónomos. A finales de la década pasada, algunas empresas de automoción anunciaban su inminencia: BMW preveía tener uno en el mercado en 2021, mientras que el consorcio francés PSG (Peugeot, Citroën y Opel) adelantaba la fecha a 2020. A pesar de que los coches incluyen cada vez más funciones automatizadas, a día de hoy todavía no podemos hablar de que haya llegado uno al mercado totalmente autónomo, es decir, de nivel 5 de autonomía. Por otro lado, los accidentes que han sufrido algunos de estos vehículos y unas leyes todavía muy restrictivas están frenando su desarrollo, y no parece que en los próximos años nos encontremos las carreteras plagadas de autómatas.
También generó no pocas alternativas la década pasada la fabricación aditiva, lo que se conoció popularmente como impresión en 3D. La posibilidad de generar cualquier tipo de objeto partiendo de un diseño mediante la aplicación de capas sucesivas de material de forma automatizada se nos vendió como una nueva revolución, e incluso se especuló con que habría una de estas máquinas en cada hogar, aunque, a día de hoy, su utilidad se ha visto acotada a los entornos fabriles y otros ámbitos especializados.
Quiero acabar esta breve relación de tendencias que perdieron fuelle hablando de los eSports o esports, que no es otra cosa que competiciones de videojuegos convertidas en espectáculos de masas. Durante algunos años, este fenómeno no dejaba de acaparar titulares e incluso proliferaban los equipos profesionales que fueron objeto de grandes inversiones, pero desde el año pasado el sector ha entrado en crisis y resulta raro hoy en día ver alguna referencia mediática al respecto.
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