domingo, 3 de marzo de 2013

El consumo interno ni está ni se le espera

El modelo económico tradicional de España basado en el consumo interno como guía de la demanda y el crecimiento se ha ido a pique. La crisis y las políticas procíclicas, de decir que tienden a agravar la crisis en vez de intentar generar una respuesta económica en dirección contraria, han hundido las economías domésticas de las familias y han desintegrado su poder adquisitivo. En un país en donde la gente no compra y en el que las empresas en su gran mayoría venden al mercado interno, a éstas no les queda más remedio que desprenderse de personal y/o cerrar, acentuando el círculo vicioso de la depresión.

A diferencia de otras crisis pasadas, la actual no parece que vaya a resolverse en un plazo de tres o cuatro años, de hecho llevamos cinco años oficiales en recesión y todavía no parece haber tocado fondo. Algunos expertos predicen aún una larga travesía por el desierto. Hoy mismo aparece publicada en el diario El País una entrevista con Hans-Werner Sinn, presidente del IFO (Instituto económico alemán), en la que afirma que a nuestro país todavía le quedan diez años de crisis por delante (estos alemanes siempre dando ánimos). Y es que parece que esta vez sí que estamos ante un cambio de ciclo y de  modelo económico.

Ante esta perspectiva, todo indica que el consumo interno no se recuperará ni a corto ni a medio plazo, y que tendremos que confiar nuestro futuro crecimiento a otros componentes de la demanda. Pero el gasto público también se contrae en vez de aumentar y la inversión privada ni está ni se la espera, por lo que solamente podemos apostar por un modelo intensivamente exportador.

Para que exista una demanda interna basada en el consumo privado hace falta que la población disponga de poder adquisitivo o de capacidad de endeudamiento. Sin embargo, España se encuentra con una tasa de desempleo que supera un cuarto de la población activa, con una gran proporción de parados de larga duración que han agotado, o están a punto de hacerlo, las prestaciones al desempleo. Paralelamente, los servicios públicos esenciales están siendo desmantelados, basándose en un discurso liberal sobre austeridad, y dejando desprotegidos a los estratos más vulnerables de la ciudadanía. Y aquellos que todavía conservan su trabajo, y más o menos su nivel de ingresos anterior a la crisis, tienen tanta incertidumbre y tanto miedo a perderlo que contraen su nivel de gasto, en previsión de un futuro negro.

Se habla de que la clase media de algunos países desarrollados está perdiendo su nivel de vida y convergiendo con la clase media emergente de países en desarrollo, como por ejemplo Brasil. Es decir, que se está fraguando una nueva clase media mundial “más pobre” que la hemos conocido tradicionalmente. Muchos de los puestos de trabajo bien remunerados desempeñados por las clases medias que han sido arrasados por la crisis ya nunca volverán.

Las tendencias demográficas actúan igualmente en contra de la variable consumo: la franja de población con mayor propensión a consumir, aquellos que se encuentran entre los 25 y 50 años, sufrirá una contracción en los próximos años, tanto por el fin de las corrientes migratorias como por la entrada en la tercera edad de la generación del baby boom.

En cuanto a los miembros de la juventud actual, se juntan varias características que obstaculizan su figura como consumidores. Por una parte, la merma en los ingresos familiares y la dificultad para acceder al mercado de trabajo, aun a través de empleos escasamente remunerados. Pero además, es una generación de hábitos digitales, que ha sabido sustituir lo que antaño era consumo de ocio, como adquirir discos o ir al cine, por otras fórmulas equivalentes de carácter gratuito (legales o no) a través de las redes.

Al final va a resultar cierto lo que decía Marx, que la propia ansía de acumulación del capitalismo sería su propio verdugo. Habíamos creado un modelo socioeconómico que solamente se sostenía si todos consumíamos muchos más de lo que necesitábamos, aunque tuviésemos que endeudarnos para ello. Y el propio sistema se ha autofracturado, dejando fuera de juego a miles de consumidores necesarios para su funcionamiento. Pero todo esto nos ha enseñado una cosa buena que al capitalismo no beneficia nada: es posible vivir bien con muchísimo menos.

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