No lo neguemos, la globalización nos da miedo. Estamos viendo como poco a poco (o incluso más rápido) está cambiando el mapa geoeconómico del mundo y esa cómoda época que heredamos de la posguerra, al final de la cual nacimos algunos de nosotros, ha quedado relegada a los libros de texto y a las canciones de Cliff Richards & The Shadows. Durante las décadas de los 80, 90 y 00, la vieja Europa ha ido perdiendo protagonismo en el escenario mundial y los Estados Unidos, si bien mantienen su posición de primera potencia, están viendo seriamente amenazada su hegemonía tradicional del siglo XX y sufriendo cambios internos en su estructura socioeconómica con un alto coste para las familias de clase media, como ya se ha comentado en otros artículos de este mismo blog (soy demasiado vago para buscarlos y enlazarlos). La amenaza a nuestro establishment ahora tiene nombres como China, India, y en menor medida, Brasil, México, e incluso desde más lejos, Colombia o Perú. Es decir, una serie de economías emergentes que han demostrado una capacidad de crecimiento y de desarrollo de factores de competitividad en los mercados internacionales que les otorgan una posición preeminente en el cuadro de fuerzas global.
Por supuesto, a países como China se le puede acusar de jugar sucio, de rebajar los costes de sus productos empleando mano de obra semiesclava (no olvidemos que sigue siendo una dictadura), de producir sin la menor consideración al medio ambiente (una producción respetuosa con la naturaleza encarece los costes necesariamente, aunque sea a través de la Investigación y el Desarrollo), e incluso de exportar mercancía de bajísima calidad que en ocasiones no cumple las normativas de seguridad de los países antaño denominados desarrollados. Pero, como cantaba Rosendo Mercado con el grupo Leño, “no sé si estoy en lo cierto, lo cierto es que estoy aquí”: efectivamente, están aquí para quedarse, se han convertido en una gran potencia y el mundo es así, no hay que darle más vueltas.
Sin embargo, nada es blanco ni negro, siempre hay una escala de grises y una perspectiva, como la que introduce, hablando sobre este tema, Michael Schuman, en el artículo del número de la revista TIME del 28 de marzo, “Your next job: Made in India or China”, que constituye un interesante análisis sobre las implicaciones del crecimiento de estas economías emergentes para el resto del mundo desde un punto de vista positivo. Siguiendo su tesis, tanto la India como China hace varias décadas eran países en los que el ciudadano medio tan sólo se podía permitir productos de primera necesidad, comida y poco más, lo que suponía un problema para “todos nosotros”, es decir, los países desarrollados, que teníamos que orientar nuestra producción de bienes manufacturados de consumo a la escasa población que configura los mercados de las naciones del primer mundo.
Pero la bonanza económica de que gozan países como India y China en la actualidad, en los que millones de ciudadanos están superando la economía de mera subsistencia e ingresando en lo que se puede llamar una clase media consumidora –y ávida de consumo-, está generando una demanda descomunal para empresas de todo el mundo, más ingresos y beneficios, y por ende, deberían generarse empleos en los países exportadores de esos bienes y servicios. De alguna forma, el efecto destructor de empleo que tiene en los países desarrollados la deslocalización industrial o la entrada de productos asiáticos más competitivos en términos de precio que los locales, puede compensarse e invertirse por el tirón de la demanda de productos manufacturados de alto valor añadido procedente de esas mismas economías emergentes. Cambian las reglas del juego, pero debemos saber convertir una amenaza en una oportunidad, aunque este nuevo orden todavía lo percibamos como raro.
Totalmente de acuerdo. No olvidar que China, ha inventado productos para que en occidente sigamos con "Comprar y comprar diciendo que responde a una necesidad" (Fernando Madina, Reincidentes). Barato, malo, pero puedo compraaaaarrrrrrrgggg. ¿que tal Pablo?
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