Parece que algo está pasando en América Latina, por fin. Durante la última década, las tasas de crecimiento económico de los principales países de la región han mostrado un comportamiento ejemplar, como comentábamos en el post "La década prodigiosa de América Latina", e incluso estos años de crisis que arrastramos desde 2008 parecen no haber hecho mella en la inercia expansiva del continente. El suplemento de economía del diario “El País” del pasado 24 de abril dedicaba varias páginas a analizar la situación, aunque exclusivamente desde el punto de vista económico, destacando los peligros que desde la perspectiva macroeconómica pueden amenazar a los países americanos. A juicio de uno de los autores, se trata de “una región dividida en torno a dos polos: Brasil, como líder de los países exportadores de materias primas que comercia principalmente con otras economías emergentes, y México, con fuertes vínculos comerciales con Estados Unidos y la Unión Europea, y que arrastra tras de sí a Centroamérica, más dependiente de las remesas que envían a casa sus inmigrantes”. A pesar de los riesgos que prevén los expertos, da la impresión de que todas estas naciones, en mayor o en menor grado, van a emerger como un polo de hegemonía económica en las próximas décadas, pasando a interpretar un papel principal en el tradicional retablo, ya de capa caída, heredado de la posguerra mundial que protagonizaban EE.UU., Europa y Japón. Las reglas cambian y los actores también, y países que antes engrosaban las filas del “Tercer Mundo” o más eufemísticamente, “los países en desarrollo”, -como Brasil, México, Colombia o Perú- van a convertirse en centros de gravedad de la economía mundial, ejerciendo de importante contrapeso a gigantes de la talla de China e India.
Mi preocupación no obstante se centra en este momento en la diferencia conceptual que existe entre crecimiento y desarrollo. A saber, si la bonanza económica realmente va suponer la eliminación de la brecha de la pobreza en esos países o si por el contrario vamos a tener que seguir aguantando la vomitiva situación de que las primeras damas de esas naciones aparezcan en las cumbres de estado vestidas de Armani mendigando fondos para sus niños pobres a los países desarrollados. Si se va a producir una redistribución efectiva de la renta y la riqueza que propicie el bienestar común o si la minoría de ricos de siempre va a tomar posesión de los frutos del crecimiento económico para gastarlo en importaciones de bienes de lujo. Que ya nos conocemos.
Como ya se ha visto a lo largo del pasado siglo, crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo; éste último va mucho más allá de la evolución positiva de indicadores como la producción nacional o las exportaciones. Según el economista Ramón Tamames, el desarrollo implica un proceso de crecimiento de la economía en el que “se producen transformaciones sociales, con la consecuencia de una mejor distribución de la riqueza y la renta”. Es decir, un proceso de mejora económica de la que se beneficia, directa o indirectamente, toda la población. Por su parte, el profesor Michael P. Todaro, en su monumental obra “El desarrollo económico del Tercer Mundo” (Alianza Editorial, 1985), afirma en relación con la teoría del desarrollo: “No sólo se trata de la asignación eficiente de los recursos escasos (y ociosos) de que se dispone. Debe ocuparse además de los mecanismos que son necesarios para producir unas mejoras rápidas (al menos en términos históricos) y a gran escala en los niveles de vida de los pueblos”. En suma, que debemos olvidarnos momentáneamente de los indicadores macro y atender a las variables sociales.
A pesar que en el campo de la ciencia económica siempre ha habido una guerra de trincheras entre los adalides del libre mercado y el laissez-faire, y los que pensamos que el estado debe actuar de palanca y estímulo de la economía, la lógica y la experiencia nos orientan sobre qué medidas debería tomar una nación para abandonar el sesentero calificativo de “Tercer Mundo” y encaminar la senda del desarrollo. El truco está en eliminar la polarización extrema entre la minoría pudiente (más ricos que los ricos de los países desarrollados) y la mayoría que habita en la extrema pobreza, creando o favoreciendo la creación de una clase media. Parece una idiotez, pero la clase media puede constituir, por una parte, una oferta de mano de obra cualificada que alimente unos emergentes sectores industrial y de servicios locales; por otro lado, constituye una clase semiacomodada que como demanda puede estimular la producción nacional de productos y servicios de valor añadido, más allá del sector primario y el consumo de subsistencia.
Como ya he dicho, creo, no hay recetas para el desarrollo, pero está claro que el estado debe asumir un papel trascendental en la asignación de recursos nacional, de forma que se pueda garantizar una mejora considerable en el nivel de bienestar general de la población. Un sistema fiscal transparente y eficaz, basado en la progresividad impositiva (paga más el que más tiene o el que más valor consume), que garantice al estado un margen de maniobra para invertir, tanto en infraestructuras, como en educación, sanidad y transferencias directas a la población (seguro de desempleo, ayudas familiares), de forma que se cree una cobertura, una red, que poco a poco, vaya sacando a la población de la extrema pobreza. ¿Se está produciendo esto en las boyantes economías Latinoamericanas?