¿Aporta la innovación a la producción y el nivel de bienestar económico de un país? La respuesta automática que sale de nuestra boca es “por supuesto”, pero el tema no está tan claro como parece a simple vista.
El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz reflexionaba sobre este tema hace algún tiempo en un artículo de periódico. A su modo de ver, no existe ningún indicio de que el frenético ritmo de innovación que experimenta Silicon Valley tenga un efecto real sobre el PIB estadounidense.
Una posible explicación estaría relacionada con el efecto retardo estudiado por otro Nobel, Robert Solow, de la inversión en TIC sobre la productividad económica en EE.UU. El país comienza a invertir de forma intensiva en TIC a partir de la década de los ochenta; sin embargo, los efectos sobre la productividad y sobre el Producto Interior Bruto no comienzan a hacerse sentir hasta mediados de los noventa. En 1987 Solow afirmó: “se percibe la era de los ordenadores en todas partes excepto en la productividad”. La explicación a este lapso es que las inversiones realizadas necesitaron un largo periodo de maduración para que se produjese el cambio cultural hasta alcanzar el funcionamiento interno de las empresas e impregnase al conjunto de la economía y de la sociedad.
Pero Stiglitz considera otras explicaciones alternativas al posible efecto retrasado. A lo mejor, afirma, el PIB no captura todo el efecto de la innovación sobre los estándares de vida y también puede ser que la revolución de las TIC no sea tan trascendental, desde el punto de vista económico, como sus protagonistas afirman.
Al igual que el PIB no refleja, por ejemplo, los costes sociales que se derivan de la innovación, como la inseguridad laboral y pérdida de empleos entre los trabajadores de un sector determinado, puede que tampoco refleje la mejora del bienestar que trae consigo.
Joseph Stiglitz llega a plantear que si todos los esfuerzos innovadores que se han dedicado a la mejora del marketing y las ventas en la red se hubiesen empleado en investigación básica, probablemente los efectos a largo plazo sobre el bienestar económico del país hubiesen sido mucho mayores.
Guillaume Poli, CEO de Edmond de Rothschild, también comparte la preocupación de Stiglitz, aunque a su juicio el problema reside en saber medir el efecto de la innovación en la economía, y por qué no, la misma innovación en sí.
Para Poli es un error medir la innovación científica y tecnológica en función del gasto realizado pues a su juicio no existe una relación directa entre el dinero invertido e innovación, dado que ésta depende más de factores relacionados con cómo se organiza la investigación. Otro indicador que desestima es el de las patentes registradas porque considera que muchas de las mismas hacen referencia a procesos o productos de escasa relevancia.
Guillaume Poli reconoce la enorme dificultad para medir el efecto de la innovación sobre el crecimiento, más aún cuando un proceso disruptivo tiene como consecuencias colaterales negativas, como la pérdida de empleos o el cierre de empresas que no saben o no pueden adaptarse a los nuevos escenarios que emergen.
Concluye que la innovación es impredecible y que nunca sabremos por dónde aparecerá, tan solo podemos obtener “pistas”, de las que pone varios ejemplos en distintas ramas, como la electrónica de circuitos, las comunicaciones, los materiales o la biología.
El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz reflexionaba sobre este tema hace algún tiempo en un artículo de periódico. A su modo de ver, no existe ningún indicio de que el frenético ritmo de innovación que experimenta Silicon Valley tenga un efecto real sobre el PIB estadounidense.
Una posible explicación estaría relacionada con el efecto retardo estudiado por otro Nobel, Robert Solow, de la inversión en TIC sobre la productividad económica en EE.UU. El país comienza a invertir de forma intensiva en TIC a partir de la década de los ochenta; sin embargo, los efectos sobre la productividad y sobre el Producto Interior Bruto no comienzan a hacerse sentir hasta mediados de los noventa. En 1987 Solow afirmó: “se percibe la era de los ordenadores en todas partes excepto en la productividad”. La explicación a este lapso es que las inversiones realizadas necesitaron un largo periodo de maduración para que se produjese el cambio cultural hasta alcanzar el funcionamiento interno de las empresas e impregnase al conjunto de la economía y de la sociedad.
Pero Stiglitz considera otras explicaciones alternativas al posible efecto retrasado. A lo mejor, afirma, el PIB no captura todo el efecto de la innovación sobre los estándares de vida y también puede ser que la revolución de las TIC no sea tan trascendental, desde el punto de vista económico, como sus protagonistas afirman.
Al igual que el PIB no refleja, por ejemplo, los costes sociales que se derivan de la innovación, como la inseguridad laboral y pérdida de empleos entre los trabajadores de un sector determinado, puede que tampoco refleje la mejora del bienestar que trae consigo.
Joseph Stiglitz llega a plantear que si todos los esfuerzos innovadores que se han dedicado a la mejora del marketing y las ventas en la red se hubiesen empleado en investigación básica, probablemente los efectos a largo plazo sobre el bienestar económico del país hubiesen sido mucho mayores.
Guillaume Poli, CEO de Edmond de Rothschild, también comparte la preocupación de Stiglitz, aunque a su juicio el problema reside en saber medir el efecto de la innovación en la economía, y por qué no, la misma innovación en sí.
Para Poli es un error medir la innovación científica y tecnológica en función del gasto realizado pues a su juicio no existe una relación directa entre el dinero invertido e innovación, dado que ésta depende más de factores relacionados con cómo se organiza la investigación. Otro indicador que desestima es el de las patentes registradas porque considera que muchas de las mismas hacen referencia a procesos o productos de escasa relevancia.
Guillaume Poli reconoce la enorme dificultad para medir el efecto de la innovación sobre el crecimiento, más aún cuando un proceso disruptivo tiene como consecuencias colaterales negativas, como la pérdida de empleos o el cierre de empresas que no saben o no pueden adaptarse a los nuevos escenarios que emergen.
Concluye que la innovación es impredecible y que nunca sabremos por dónde aparecerá, tan solo podemos obtener “pistas”, de las que pone varios ejemplos en distintas ramas, como la electrónica de circuitos, las comunicaciones, los materiales o la biología.