La globalización en su fase más reciente trajo consigo la deslocalización de las cadenas de producción de las grandes empresas, cuyos eslabones a menudo recaen en países poco desarrollados en donde el coste de la mano de obra es muy barato y los gobiernos son proclives a ofrecer prebendas a la inversión productiva foránea. De alguna forma, esta tendencia actual del capitalismo ha puesto la industrialización al alcance de la mano de naciones que previamente no disponían de una capacidad productiva manufacturera.
La primera fase de la globalización supuso la separación geográfica entre la producción y los consumidores. En los inicios de la revolución industrial el elevado coste del transporte hacía impensable para las empresas el vender más allá de los mercados, locales, regionales y nacionales.
Todo esto cambió con el desarrollo y el abaratamiento de los medios de transporte y la posibilidad de colocar la producción industrial en el extranjero, aumentando la capacidad productiva de las empresas (por la necesidad de abastecer a una demanda mucho mayor), generándose economías de escala, y en consecuencia, abaratando los costes unitarios de los productos.
A partir de la década de los ochenta se inicia una nueva etapa de la globalización en la que, al abaratamiento progresivo del transporte, se le suma el despliegue corporativo de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Este factor permitió a las compañías gestionar sus cadenas de producción “a distancia”, independientemente de dónde estuvieran radicadas las unidades de producción. Y surgió la fragmentación geográfica de las cadenas de valor de las empresas multinacionales, que buscaban producir en regiones donde los costes laborales eran significativamente más bajos que en los países de origen, generando de esta manera un factor de competitividad que ha marcado la lucha por los mercados globales en las últimas décadas.
Se produce entonces una fragmentación geográfica de las cadenas de producción, cuyo producto final además se vende en cualquier parte de la tierra. Globalización de la producción y de los mercados.
A partir de 1990 comienzan a emerger nuevos “tigres” en la economía mundial, una segunda oleada de países en distintas fases de desarrollo que se erigen como plataformas de exportación, siguiendo la estela de los pioneros de algunas décadas atrás, Hong Kong (cuando era un estado independiente), Singapur, Taiwan y Corea del Sur.
La dinámica de crecimiento de estos nuevos actores en la economía global es parecida a la de sus predecesores: comienzan basando su competitividad en manufacturas de bajo valor añadido para progresivamente ir aumentado la calidad y el valor añadido de sus productos, y empezar a competir en una liga más alta. Y uno de los factores clave en esta evolución es la transferencia de tecnología que ha llevado la deslocalización (o relocalización industrial) a estas naciones de menor desarrollo, desde las multinacionales de los países desarrollados.
Resulta inevitable que la tecnología instalada en plantas de producción no se “filtre” hacia las empresas de la economía local, a pesar de que muchas multinacionales son reacias a desvelar sus procedimientos técnicos. El mero hecho de que se generen clusters de proveedores locales en torno a unidades productivas de capital extranjero ya implica transferencia tecnológica hacia el tejido productivo nacional.
En otros países, como por ejemplo China, el gobierno se ha asegurado de que el empresariado nacional pueda “apropiarse” de la capacidad tecnológica extranjera, limitando la entrada de inversión productiva a la colaboración con empresas nativas. En China a menudo una compañía de fuera tiene que aliarse con otra del país si quiere producir allí.
Si este modelo se replica a lo largo del mundo en desarrollo puede ser una gran ocasión para industrializarse gracias a la producción extranjera.