martes, 24 de septiembre de 2019

Los asistentes virtuales, máquinas inteligentes desaprovechadas


Este año 2019 se perfila como el del verdadero boom del crecimiento de las ventas de los asistentes personales, también conocidos como altavoces inteligentes. Las expectativas de la consultora Deloitte sitúan el incremento interanual en el 63%, lo que convertiría a estos altavoces en el dispositivo conectado de mayor expansión en todo el mundo, acabando el periodo con una base de unidades instaladas de 250 millones.

A grandes rasgos, un altavoz inteligente es un dispositivo dotado de inteligencia artificial, que nos permite interactuar con la tecnología digital circundante a través de órdenes de voz. Parten del concepto de altavoz, porque en sus orígenes eran sistemas para reproducir música procedente de diversas plataformas y servicios online. Pero ahora mismo ya son mucho más que dispositivos de reproducción. Generalmente, incorporan un asistente personal basado en algoritmos de inteligencia artificial. Las grandes empresas pioneras en este terreno son Amazon, que lanzó en 2016 el primer altavoz Echo con su asistente Alexa, Google, con Google Assistant, Apple, cuyo producto HomePod funciona con Siri, y Samsung, con Galaxy Home que contiene la inteligencia Bixby, presentada junto con los teléfonos S8 y S8+.

No obstante, la carrera no ha hecho más que empezar y se prevé la llegada de nuevos competidores al mercado, muchos de los cuales que incorporarán a sus productos los asistentes virtuales de las grandes telcos, como es el caso de la empresa norteamericana Sonos, que utiliza Alexa. Mención aparte merecen los fabricantes chinos, que ya están comenzando a ofrecer sus propias propuestas, como son Tmall Genie de Alibaba y Xiao AI de Xiaomi.

Los posicionamientos de los distintos participantes en el mercado varían con rapidez. La ventaja competitiva que presentaba Amazon a principios de 2017 ha ido erosionándose en medida que entraban nuevos competidores. Google ha conseguido acaparar casi un tercio y la china Alibaba aparece en el horizonte extendiéndose a grandes saltos.
Sin embargo, los asistentes virtuales no se le utiliza aprovechando todo su potencial de inteligencia, por lo menos por ahora. Las encuestas indican que, en Estados Unidos, uno de los mercados más maduros de este tipo de dispositivos, casi el 70% de los usuarios los utilizan sobre todo para escuchar música. Otros usos también populares son informarse sobre el tiempo que va a hacer, realizar preguntas y, en menor medida, consultar noticias, y la hora que es. Es decir, que, básicamente, los altavoces inteligentes se usan como cadenas de música sofisticadas.

Las funciones donde la inteligencia artificial puede dar más juego y aportar valor apenas son utilizadas por una tercera parte de los propietarios de altavoces. Se trata de cosas como controlar otros dispositivos –algo que abre un sinfín de oportunidades a la domótica- o gestionar la compra del hogar.

¿Cuánto falta para que estos sistemas inteligentes se introduzcan definitivamente en nuestras vidas? Puede que esta primera oleada no sea más que una tendencia de moda, que en poco tiempo pierda fuerza. Lo cierto es que lo altavoces y los asistentes personales son una experiencia de interacción entre el ser humano y la inteligencia artificial. Y está claro que las máquinas inteligentes están aquí para quedarse.

lunes, 16 de septiembre de 2019

La inteligencia artificial entra en las aulas


El informe Artificial Intelligence Market in the US Education Sector realizado por Technavio prevé que el uso de la inteligencia artificial en la educación crezca un 47,5% en el breve periodo entre 2017 y 2021, en Estados Unidos. Una de las aplicaciones más extendidas serán los chatbots o robots conversacionales. Los vaticinios sobre este tema apuntan a que las máquinas inteligentes apoyarán y complementarán la labor del maestro, liberándole de realizar determinadas tareas, y cambiando de alguna manera su función en el aula. 

De hecho, estos sistemas pueden llegar a encargarse de llevar a cabo tareas que actualmente le ocupan mucho tiempo al docente –como corregir exámenes o contestar online a dudas del alumnado-, permitiéndole dedicar más tiempo a otras actividades más productivas. Se trata de combinar lo mejor que pueden ofrecer las personas y la computación para optimizar el proceso de enseñanza y aprendizaje de los alumnos.

Una de las grandes demandas de la pedagogía contemporánea es individualizar la enseñanza que recibe cada alumno, en función de su capacidad y necesidades. Los sistemas educativos tradicionales agrupan al alumnado por edades, ignorando las diferencias que presentan en relación con el ritmo de aprendizaje, los intereses o el talento. 

La principal línea de trabajo en este sentido es conseguir que la inteligencia artificial personalice la experiencia educativa del estudiante. Por ejemplo, podría sugerir objetivos de aprendizaje particulares, en función de sus aptitudes y conocimientos, adaptar la forma de hacerle llegar el conocimiento o seleccionar ejercicios y exámenes basados en su nivel de habilidad. 

A grandes rasgos, sería como cuando Amazon nos sugiere nuevos productos en función de lo que “sabe de nosotros” por compras pasadas. Existe el convencimiento general de que una educación personalizada puede redundar positivamente en la motivación del alumno y en su desempeño dentro del aula.

Rose Luckin, profesora del University College London, opina que debemos redefinir el concepto de inteligencia y la forma en que la medimos. Y la inteligencia artificial puede jugar un papel crucial en ello.

Luckin define otras inteligencias, como la habilidad de asociar temas de campos distintos, la inteligencia social o cómo gestionar las emociones ante otros, nuestra relación con el conocimiento, nuestra relación con los procesos cognitivos, la capacidad para entender nuestras propias emociones, la interpretación del contexto del aprendizaje y el poder conocer nuestras habilidades y sus límites. 

En este sentido, la inteligencia artificial es una herramienta decisiva que nos puede ayudar a desarrollar todo este espectro de inteligencias humanas, en parte porque nos permite medir estos “intangibles” que están más allá de la medida del conocimiento, y que incluyen aspectos como la colaboración, la persistencia, la confianza y la motivación.

A través de aplicaciones instaladas en terminales -ya sean ordenadores tabletas o móviles-, podrían llegar a ser evaluados distintos aspectos de las inteligencias del estudiante –social, interdisciplinaria y meta inteligencias-, dibujando un retrato más certero sobre lo que puede y no puede acometer, y cómo se puede ayudarle a superarse.

martes, 10 de septiembre de 2019

Edge Computing: los dispositivos cobran inteligencia


El internet de las cosas establece una conexión entre dispositivos, plataformas, acciones y personas. Cuando pensamos en esta tecnología, la primera asociación que nos viene a la cabeza es la de la industria: fábricas y plantas de montaje completamente automatizadas, en las que todas las fases de la cadena de producción cuentan con dispositivos que recogen información para monitorizar todo el proceso.

Sin embargo, los sensores en red tienen muchas más aplicaciones, muchas de ellas que pueden afectar a nuestra vida cotidiana. Por poner unos pocos ejemplos, en el campo de la salud, existe un casco conectado para hacer el seguimiento de enfermos de Alzheimer y recibir un aviso en el caso de que se produzca algún percance. En la misma línea, unas suelas de zapato inteligentes sirven para la localización de personas mayores. Finalmente, en el ámbito de los animales de compañía, la aplicación Dogsens aprovecha la conectividad IoT para controlar el estado y la actividad de las mascotas, transmitiendo la información al teléfono móvil del dueño en tiempo real.

El IoT tradicional parte de la base de que los sensores y dispositivos de los extremos de la red son elementos pasivos, es decir, que su función se limita a recoger información y mandarla a la nube, a centros de datos donde es procesada, analizada y utilizada para tomar decisiones. Sería el caso, por ejemplo, de los sensores para medir la calidad del aire desplegados por una ciudad, que envían sus registros a un centro de control donde se activan las alertas cuando los niveles de contaminación superan los límites establecidos.

Frente a esa arquitectura centralista, ahora aparece el Edge Computing, cuya filosofía se basa en dotar de inteligencia a los sensores y dispositivos de recogida de información, para que esos datos sean procesados más cerca de donde se crearon, en lugar de enviarlos a través de largos recorridos hasta los centros de datos y nubes de computación.

El Cloud Computing ha supuesto liberar progresivamente a los terminales de la necesidad de tener una capacidad de procesado cada vez mayor, pues este se realiza en la nube. Los años 80 y 90 conocieron el boom de los ordenadores personales, en los que todo el hardware necesario para ejecutar programas y aplicaciones estaba en poder del usuario. A medida que el software se hacía más complejo, necesitábamos máquinas cada vez más potentes. No hay más que recordar -los que vivieron aquella época- la larga procesión de microprocesadores de Intel que se iban sucediendo, a cuál más poderoso: 286, 386, 486, Pentium…

Hoy en día, en cambio nuestros terminales –ya sean ordenadores, tabletas, móviles o consolas- hacen uso en gran medida de servicios que están centralizados en la red. Pensemos, por ejemplo, en el correo electrónico, como Gmail de Google, en plataformas para almacenar información, como Dropbox, o en Office 365, la versión online de la popular suite ofimática de Microsoft. Por supuesto, servicios todavía más avanzados, como los asistentes personales o la TV por internet, reciben sus contenidos y la inteligencia artificial que los hace funcionar desde la nube.

Sin embargo, se trata de un modelo que presenta limitaciones. Por una parte, la información tiene que recorrer enormes distancias de cientos y de miles de kilómetros desde los dispositivos hasta el centro de datos. Por otra, cuanta más distancia, mayor es el número de redes que deben recorrer los datos y mayor es la probabilidad de que sufran retrasos por el tráfico. En telecomunicaciones estos retardos que producen las redes se denominan latencia.

En la comunicación entre objetos, la latencia se convierte en un factor crítico. Sin una latencia ultrabaja será imposible mover los volúmenes de datos que produzcan los miles de millones de objetos que constituyen el internet de las cosas. Para hacernos una idea de la importancia de esto con un ejemplo, en un coche autónomo un retraso en la transmisión de información puede implicar frenar demasiado tarde y que tenga lugar un accidente con consecuencias fatales.

El Edge Computing supone llevar las capacidades de computación desde el centro de la red –los centros de datos- a los bordes –los dispositivos que recogen la información-, con el fin de mejorar el funcionamiento del sistema, de bajar los costes y de asegurar una mayor fiabilidad de las aplicaciones y los servicios que soporta.

El cómputo en el borde contribuye a reducir la distancia entre los recursos de red y los dispositivos, mitigando de esta manera las limitaciones que se presentan en la actualidad relacionadas con la latencia y el ancho de banda. Parte del trabajo inteligente que antes realizaban los centros de computación recae ahora sobre los sensores y objetos en los extremos de la red, cuya tarea ya no se limitará solamente a recoger y enviar datos.

Los dispositivos en el borde pueden ser cualquier objeto del internet de las cosas, desde un coche autónomo, a un sensor medioambiental, una cámara de seguridad o un semáforo. Algunos de ellos estarán en exclusiva dedicados a recoger y enviar flujos de datos a la red, pero otros se convertirán en pasarelas especializadas para agregar y analizar datos e incluso para realizar alguna función de control de los mismos. Finalmente, existirán dispositivos que podrán convertirse en nodos programables de la red, capaces de ejecutar aplicaciones más complejas. La cercanía de estos dispositivos al usuario final los convierte en idóneos para realizar tareas que requieren una latencia cercana a cero, pero no una capacidad de procesar compleja. Acciones como el frenado en coches autónomos, por ejemplo.
 
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