La sustitución de trabajadores
humanos por máquinas en el entorno laboral, y la pérdida de empleos
consecuente, es una de las grandes preocupaciones de las sociedades actuales.
El vertiginoso avance de la tecnología parece habernos cogido por sorpresa, y
no parecemos ser capaces de dar una respuesta social y política a la
perspectiva catastrofista de un futuro cercano caracterizado por el desempleo
masivo.
En 2013, dos académicos de la
Universidad de Oxford, Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne, abrieron la
caja de Pandora con un estudio que postulaba que prácticamente la mitad de los
empleos de Estados Unidos podían ser desempeñados por máquinas. En concreto, en
el trabajo calculaban la probabilidad de que una determinada ocupación pueda
ser automatizada. Los medios dieron a las conclusiones del trabajo un barniz
apocalíptico, al sugerir, en ciertos titulares, que los robots iban a sustituir
al 47% de los trabajadores del país.
La realidad es mucho más compleja
y, aunque efectivamente la inteligencia artificial tiende a desplazar la mano
de obra humana, no está tan claro en qué medida y a qué empleos afectará más
directamente. Para Frey y Osborne, solamente las ocupaciones muy creativas se
librarán de ser automatizadas; otros en cambio extienden el reino del
maquinismo incluso a campos que parecían acotados en exclusiva para el ingenio
humano, como la redacción periodística.
En cualquier caso, la visión más
ortodoxa prevé, en primer lugar, la destrucción del empleo menos cualificado
–basado en tareas repetitivas y en gran medida manuales- y más adelante, a
medida que las máquinas más inteligentes van avanzando en sofisticación,
también la sustitución de cada vez más trabajadores especializados. Numerosas actividades
financieras y de seguros o la atención al cliente, por poner dos ejemplos, son
susceptibles de ser realizadas por algoritmos informáticos.
Y, sin embargo, parece ser que
mientras que las máquinas son muy buenas acometiendo funciones que para los humanos
suponen retos intelectuales, fallan bastante en actividades relacionadas con la
percepción, la motricidad y la destreza fina. Sorprendentemente, esto podría
implicar que muchos empleos manuales que requieren muy poca cualificación –como
peluquero, limpiador o jardinero- podrían resistir el empuje de la
automatización y seguir siendo desempeñados por humanos. Es lo que se conoce
como la paradoja de Moravec.
Hans Peter Moravec es un experto
austriaco en robótica del Robotics Institute de la Carnegie Mellon University,
en Pittsburgh, Pennsylvania. En la década de los ochenta, desarrolló, junto con
Rodney Brooks y Marvin Minsky, una teoría según la cual, mientras que resulta
relativamente fácil -o por lo menos alcanzable- aplicar con éxito la inteligencia
artificial para reproducir las habilidades intelectuales de los humanos, en
cambio, resulta muy complejo programar en un robot nuestra capacidad de
percepción y nuestras habilidades sensomotoras.
En suma, lo que Moravec defendía
–y parece que treinta años después sigue teniendo razón- es que resulta mucho
más sencillo crear algoritmos de inteligencia artificial para llevar a cabo
tareas basadas en el cálculo y las matemáticas, que robots inteligentes que
sean capaces de interactuar físicamente con el entorno.
Una máquina inteligente nos
supera en capacidad de cálculo; puede procesar millones de datos y establecer
un dictamen en tiempo record -como, por ejemplo, al analizar e identificar
patrones de síntomas de enfermedades más rápido que un médico-, pero le cuesta
sobremanera andar a dos patas como los humanos (a pesar de los avances
realizados en este campo por empresas Boston Dynamics) o coger de una
estantería objetos de distintas formas o tamaños, con la naturalidad con la que
lo hacemos nosotros.
Hans Moravec achaca esta paradoja
a la evolución de las partes motoras y sensoriales del cerebro humano, un
proceso que ha durado de miles de años, y que nos ha dotado de la experiencia
que tenemos sobre el mundo físico que nos rodea y de la capacidad para sobrevivir
en él. Por el contrario, el proceso que conocemos como razonamiento es la “más
fina capa de barniz” de la mente humana, y su efectividad se basa en el mucho
más poderoso conocimiento sensomotor-, que ponemos en práctica continuamente,
de manera inconsciente, en nuestra vida diaria.
Los algoritmos de inteligencia
artificial de esta primera mitad del siglo veintiuno amenazan directamente a
los trabajadores cualificados, especialmente del sector servicios. Se trata de
ocupaciones muy dependientes del manejo de datos –contables, auditores,
tomadores de seguros, meteorólogos, e incluso, empleados del comercio minorista
o profesiones relacionadas con la atención al cliente…-, que constituyen un
campo en el que el aprendizaje automático de las máquinas demuestra su
eficiencia y en donde supone un ahorro de costes respecto a la mano de obra
humana. Otras de las candidatas a la automatización son las ocupaciones que
demandan muy baja cualificación y que están basadas en tareas repetitivas. Pero
en cambio, muchos otros trabajos manuales no son fácilmente automatizables. La
adaptación de los robots para realizar determinadas tareas es muy lenta y
trabajosa.
De esta forma, la inteligencia
artificial tiende a eliminar, en primer lugar, los trabajos manuales más simples
y, después, aquellos que están basados, aunque sea implícitamente, en los datos
y el álgebra, es decir, en el manejo de información. Las ocupaciones que corren
menos riesgo a medio plazo de ser desempeñadas por máquinas basadas en el
trabajo físico, serían las que requieren una gran destreza en un entorno no
estructurado, lo que dificulta el uso de robots, y que además tienen un
componente de habilidades sociales. Por ejemplo, los cuidadores de personas
mayores, peluqueros, fisioterapeutas, o educadores de perros. Por su parte, las
profesiones basadas en el trabajo cognitivo que están fuera de peligro son
aquellas que demandan creatividad o estrategia, y habilidades sociales, como,
por ejemplo, psiquiatras, directores de relaciones públicas, trabajadores
sociales o abogados criminalistas.
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