Sin duda uno de los grandes
consuelos que tenemos en estos días de confinamiento es poder ver cine a través
del inmenso abanico de canales de televisión y plataformas de audiovisual de
que disponemos en la actualidad. Una oferta que además ya no está cautiva del
aparato de televisión -el eje de la vida familiar de antaño-, sino que se
distribuye a través de los variados dispositivos digitales en torno los que
articulamos nuestro ocio, véase ordenadores, tabletas, consolas o teléfonos
inteligentes.
Tal día como ayer, un 22 de marzo
de 1895, nacía oficialmente el cine, cuando los hermanos Louis y Auguste
Lumière celebraron la primera proyección pública en la Société d'Encouragement
à l'Industrie Nacional en París de una serie micropelículas, entre las que se
encontraba Salida de la fábrica. A
partir de ahí, se convirtió en el gran espectáculo de masas del siglo XX, y
llegó a ser considerado como un arte, al igual que la pintura, la escultura o
la literatura.
En primer lugar, a diferencia de
los otros tipos de arte, la filosofía del cine está indisolublemente asociada a
una tecnología específica capaz de generar un efecto óptico de movimiento en la
mente humana, en base a reproducir una sucesión de imágenes estáticas a una
velocidad determinada. Otras artes no dependen de ninguna tecnología concreta:
cualquiera puede pintar solo con sus dedos impregnados de barro o esculpir
figuras en la arena de playa usando únicamente las manos.
Las tramas de las películas las
construye nuestro cerebro por medio de esta ilusión óptica. Es por ello, que
Jim Morrison -el cantante del grupo The Doors que escribió una serie de
interesantes reflexiones sobre cine en su libro de poesía The Lords. Notes on the visión- defendía que la cinematografía no
tenía su origen en las bellas artes, ni tampoco en el teatro-donde existe una
complicidad implícita entre el que representa a un personaje y los que están
dispuestos a verle como ese personaje-, sino en las sombras chinescas y en la magia
simpática de los pueblos primitivos. Es una experiencia equivalente al chamán
que conjura a dioses y diablos ante la hoguera, y que consigue sugestionar al
resto de la tribu. Mientras dura la proyección, la película es real en la mente
del espectador.
Lo que nos lleva al segundo
elemento que define la esencia cinematográfica: el ritual. Al igual que las
religiones, el cine en el siglo XX estaba asociado a un rito, que de alguna
forma lo definía como espectáculo. La necesidad de estar en una sala oscuras,
la gran pantalla blanca que recibía la proyección, y el templo -las salas-
donde tenía lugar la ceremonia. Los acomodadores con el haz de luz de sus
linternas, las grandes cortinas que se abrían e incluso los noticiarios
cinematográficos, eran parte esencial de esa actividad social que era “ir al
cine”.
Todo ello comenzó a desaparecer
con la llegada de internet y las tecnologías de la información. Por un lado, la
tecnología analógica que pasaba una foto tras de otra delante de un foco de
luz, dio paso a los soportes digitales; y también acabó la necesidad de
celebrar el rito cinematográfico en lugares específicos, puesto que ahora el
contenido audiovisual se consume en cualquier dispositivo, e incluso se ruedan
películas que solamente son estrenadas en plataformas de streaming, como el
último título de los hermanos Cohen, La
balada de Buster Scruggs. También el cine comenzó a verse en televisión
desde los años 50, se argumentará. Cierto, pero el cine en TV complementaba,
pero no sustituía, la actividad de las salas, que siguieron recibiendo un
público masivo décadas después de su irrupción.
¿Podemos hablar hoy de cine?
Mejor sería hacerlo de producción audiovisual o buscar un nombre más atractivo,
porque el cine como tal murió con su siglo, con el siglo XX.
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