No son pocos los indicios que
parecen indicar que esta recesión conlleva un aumento brutal de la desigualdad
en nuestras sociedades. Todo se ha hecho tan bien, tan elegantemente, que no
nos damos cuenta que en la práctica lo que se ha hecho es salvar a un sistema
financiero víctima de su propia irresponsabilidad y de sus prácticas
fraudulentas, a costa de los derechos adquiridos por los ciudadanos con siglos
de lucha social.
En resumen, no vas a tener una
asistencia sanitaria decente, ni una pensión aceptable cuando te jubiles,
aunque lleves décadas pagando impuestos y las cotizaciones a la Seguridad Social,
porque tu dinero se ha destinado a salvar los intereses de los accionistas de
los bancos.
En un artículo publicado en septiembre, Paul Krugman reflexionaba sobre
los plutócratas de EE.UU., magnates cuyas empresas han sido salvadas a costa
del esfuerzo de todos, que encima se ofenden cuando se les pide que
contribuyan, a través de la fiscalidad, a equilibrar, si quiera un poco, la
desprotección de las clases más desfavorecidas.
Los ejemplos que ofrece Krugman
son estremecedores del grado de egoísmo,
superioridad social y desprecio por los valores colectivos que
manifiestan estos directivos, verdaderas hienas a todas luces.
American International Group (AIG) es una
gestora de seguros que aprovechó vacíos legales para colocar deuda antes de la
crisis ante la que no podía responder. Dado su tamaño, el Gobierno
estadounidense tuvo que rescatarla para evitar un cataclismo del sistema
financiero. Pues bien, intervenida como está por la Administración, AIG
sigue pagando primas astronómicas a sus ejecutivos y, ante la indignación
social que esto ha causado, Robert Benmosche, su consejero delegado, ha
comparado la crítica de los ciudadanos y medios con los linchamientos en el sur
de los EE.UU.
Otro ejemplo: el presidente de Blackstone Group, Stephen
Schwarzman, considera una declaración de guerra (lo compara con la invasión
nazi a Polonia en 1939) el que el Gobierno elimine la laguna legal que permite
que los ejecutivos de la empresa solamente paguen el 15% de impuestos por gran
parte de sus elevados ingresos.
El problema no es sólo que se
acentúe la desigualdad en EE.UU. y Europa, lo realmente preocupante es que se
justifique como algo lógico e inevitable. Las políticas económicas que se
aplicaron en el mundo desarrollado desde 1945 contribuyeron a redistribuir la
renta en los países (a través de los sistemas de protección social y del
fortalecimiento de conceptos como la educación universal) y a empoderar, desde
el punto de vista económico y político, a una creciente clase media.
El proceso actual tiende a
destruir a esa clase media, como subraya Antón Costas en su artículo Que no nos digas que fue un sueño. A su juicio el aumento de la desigualdad
es el problema más serio y peligroso al que nos enfrentamos en la actualidad.
Aparte de las connotaciones
morales, la desigualdad es perniciosa para los sistemas económicos e incluso
para el funcionamiento del propio capitalismo:
- La desigualdad convierte en volátiles e inestables las economías de mercado al reducir la capacidad de consumo de amplias clases sociales.
- Polariza la sociedad por clases sociales y por distintas expectativas de futuro dando lugar al malestar y a los conflictos sociales.
- Es una amenaza para la democracia al ser caldo de cultivo de movimientos populistas y totalitarios, que siempre movilizan con más fuerza cuanta más indignación hay. ¿No hemos aprendido la lección de la Alemania de los años 30?
- Finalmente, y esto entronca con el artículo de Krugman, afirma Costas que la desigualdad destruye la moral colectiva y los sentimientos éticos que garantizan el buen funcionamiento de una economía de mercado. Los ricos se sienten superiores al resto y adoptan la estrategia del todo vale, que evidentemente se filtra al resto de la sociedad.
¿Realmente queremos volver al capitalismo salvaje de la primera Revolución Industrial?
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