No deja de resultar irónico que,
después de veinte años que llevamos escuchando la necesidad de innovar el
sistema educativo y adaptarlo a las necesidades formativas de una sociedad
digital, el cambio a una enseñanza completamente online se ha impuesto de la noche a la mañana por culpa de la
pandemia. De acuerdo con la información ofrecida por la UNESCO, el 91% de los
alumnos matriculados del mundo están afectados por los cierres de los centros
educativos a nivel nacional –en un total de 192 países-, lo que en valores
absolutos arroja una cifra de más de 1.500 millones de estudiantes sin clases
presenciales.
Por supuesto, y a pesar de que el
uso de tecnología ya es algo bastante extendido en la educación de nuestro
país, la situación que se ha creado ha sido cercana al caos, con unos alumnos
enclaustrados comunicándose con el profesorado exclusivamente por medios
informáticos, y unos docentes intentando adaptar a mata caballo los contenidos curriculares
al nuevo escenario, en un intento desesperado por no perder el curso, sin los
medios ni las directrices concretas adecuadas. Sin embargo, este brusco cambio
de agujas no afecta a todos los estudiantes por igual, puesto que salen
bastante más perjudicados de la digitalización de la enseñanza aquellos que no
disponen en sus hogares de los dispositivos necesarios para seguir el
aprendizaje online. Estamos hablando
de una brecha digital ya presente, pero que se hace aún más evidente en esta situación
de confinamiento.
La Plataforma de Infancia España
cifra en 500.000 los niños y niñas que no pueden acceder a un ordenador en casa,
y en torno a los 100.000 hogares que carecen de conexión a internet. En la gran
parte de los casos se trata de familias con niveles de ingresos muy bajos,
inferiores a los 900 euros al mes. Hablamos de una brecha digital derivada de
la vulnerabilidad socioeconómica, que impide que estos alumnos puedan ejercer
su derecho a la educación en las mismas condiciones que los demás.
Ya existen
iniciativas, tanto desde el sector público como desde la iniciativa privada,
para paliar esta desventaja, dotando al alumnado sin recursos de los medios
técnicos necesarios para garantizar su conectividad y capacidad para llevar a
cabo el trabajo de clase en red.
Pero la brecha digital tiene
ramificaciones más profundas y mucho más difíciles de eliminar. La falta de
capacitación digital de los progenitores o tutores de los estudiantes supone
una barrera más que frena su aprovechamiento de los medios tecnológicos, y una
desventaja añadida frente a aquellos niños y niñas que viven en entornos en los
que los adultos les pueden apoyar en el uso de la tecnología. España presenta
un bajo nivel de capacitación digital de la población comparada con el resto de
Europa, a juzgar por los resultados del estudio comparativo DESI (Digital Economy and Society Index), y
esto puede llegar a convertirse en un factor de exclusión social, tanto o más
que propia formación académica.
Finalmente, podemos hablar de una
brecha digital adicional que afecta a un volumen mayor de población: la relacionada
con la diferencia entre el conocimiento experto y el denominado conocimiento
social, es decir, entre las aportaciones que existen en la red de especialistas
y toda la información de escaso valor que circula por internet, impulsada en
gran medida por las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea,
como WhatsApp. Se abre una brecha entre los que saben acudir a la información
de calidad y los que picotean de fuentes de diversa índole, y que no saben
discernir contenidos valiosos de las fake
news, y no son capaces de identificar la inexactitud y la mentira abierta.
La capacitación digital, más allá
de la emergencia impuesta por el COVID-19, es una asignatura pendiente en la formación
del ciudadano, desde su educación más básica, y en este sentido, una condición
indispensable para la superación de las brechas digitales.
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