Por ejemplo, en el Waldorf School of the Peninsula, un exclusivo centro educativo de la ciudad californiana de Mountain View al que asisten niños y niñas de progenitores que trabajan en la industria techie, tiene alejada por completo la tecnología digital de sus clases de educación primaria, y hace un uso muy escaso de ella en las de secundaria. En lugar de smartphones, tabletas y portátiles, el alumnado trabaja con papel, lápices y bolígrafos y pizarras, pero no electrónicas, sino de las de tiza de toda la vida.
La visión de Waldorf no es la única. Brightworks, en San Francisco, va más allá: aparte de carecer de tecnología digital, el alumnado trabaja en proyectos que desarrolla por su cuenta, y se prima la realización del trabajo manual y las salidas del centro para realizar excursiones con fines didácticos. Nada de pantallas. El juego y el aprendizaje natural son los factores que dominan este planteamiento educativo alternativo, que ha sido bautizado por algunos medios como “low-tech, high play”, y que, por ahora, ha sido el elegido por una serie de pioneros, como son los padres con empleos techies en Silicon Valley, que ven en este tipo de centros elitistas un vehículo para conseguir que sus retoños destaquen, en el mundo automatizado que se avecina (en su visión más distópica), sobre las masas tecno dependientes que pelearán por los escasos puestos de trabajo disponibles.
De acuerdo con dicha visión, estos niños y niñas que están siendo criados sin tecnología, en el aprendizaje lúdico e intuitivo, y en alguna medida, en el desarrollo de la destreza manual, serán los profesionales más demandados dentro de diez o veinte años, pues habrán adquirido las habilidades suaves o soft skills –como el pensamiento crítico o la creatividad- que requerirán los entornos de trabajo de la sociedad digital.
Aparte de esta versión posmoderna de la lucha de clases, lo cierto es que el tecno optimismo que ha impregnado la pedagogía a lo largo de los últimos veinte años se enfrenta en la actualidad con opiniones que plantean serias dudas sobre las ventajas de introducir extensivamente los dispositivos en las aulas. Quizá, después de todo, el objetivo de alcanzar la ratio de un ordenador o tableta por alumno no sea realmente tan deseable.
Ya sea impulsada por el entusiasmo futurista de los gurús digitales o por los intereses comerciales de los fabricantes de equipos y desarrolladores de software, esta tendencia se ha centrado en inundar de tecnología el sistema educativo -a veces sin un proyecto pedagógico serio detrás-, y probablemente, no tardaremos en conocer las consecuencias, buenas o malas, de dicho arrebato modernizador y vanguardista.
No resulta de extrañar que los propios creadores de tecnología no la quieran para la educación de sus hijos. En una entrevista que le hicieron en 2011 al propio Steve Jobs se le escapó que sus hijos jamás habían tocado un iPad. Bill y Melinda Gates también han educado a los suyos en un entorno más analógico que digital. Ellos son la élite digital, y son los que mejor que nadie comprenden los efectos y las implicaciones de la tecnología, de forma que se afanan por asegurar para sus hijos un futuro mejor que el que les espera al resto de los mortales tecnodependientes.
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