El siglo XXI ha traído consigo nuevas tendencias económicas, ha erigido sectores de actividad que antiguamente no existían, y también ha enterrado otros tradicionales, que con el tiempo han perdido su razón de ser. A pesar de que las transformaciones socioeconómicas que han tenido lugar en los últimos treinta años indudablemente han empujado la evolución de la organización del trabajo, lo cierto es que en el corazón de ese impulso está el progreso tecnológico. Y la pandemia no ha hecho sino acelerar una transformación que ya estaba en marcha. Por una parte, el cambio tecnológico ha reforzado la estandarización del trabajo y la desintermediación de tareas, reduciendo de esta manera los costes de monitorización y supervisión de la ejecución del trabajador. La intensificación de la presión competitiva del mercado que impone la adopción progresiva de tecnología exige a la empresa una mayor flexibilidad y agilidad, lo que le ha llevado a aligerar su estructura, subcontratando determinadas tareas no estratégicas al exterior, tanto a otras empresas como a trabajadores autónomos.
Los servicios y aplicaciones de información y comunicaciones han otorgado la movilidad al trabajador, que con dispositivos informáticos y una buena conectividad, en principio puede trabajar desde donde quiera y cuando quiera. Este factor hace que la jornada fija tradicional vaya perdiendo sentido: en la organización emergente ya no tiene sentido el presencialismo, y las horas de entrada y salida estrictas e inamovibles. Esto puede tener efectos positivos, como la capacidad de que el trabajador establezca su propio equilibrio entre la vida privada y la laboral, pero también reviste peligros relacionados con que no desconecte nunca de los temas del trabajo, al estar siempre localizado y accesible gracias a la tecnología.
Las herramientas digitales que se han ido difundiendo en la última década han desencadenado el poder de las redes. Estas tecnologías han permeado en la cultura de las organizaciones, provocando transformaciones en los modelos jerárquicos heredados, e inyectando la savia del trabajo en red. Ahora ya se habla del puesto de trabajo digital.
El puesto de trabajo en la actualidad debe contemplarse como un sistema complejo e interconectado de personas, proceso y tecnología, aunque esta última debe ser diseñada para fortalecer el sistema y no para causar disrupción en él. Para Deloitte[1], se trata de la evolución natural del puesto de trabajo tradicional, e incluye todas las tecnologías que utilizan los trabajadores en su día a día, desde las relacionadas con el área de recursos humanos, a las específicas de la rama de negocio de la empresa, pasando por las de comunicación (correo electrónico, mensajería instantánea, redes sociales) y las destinadas a celebrar reuniones virtuales (videoconferencia). La estrategia es construir redes profesionales y de negocio, más allá de los grupos de trabajo naturales, basadas en la colaboración y el intercambio de información.
La consultora Ideal State[2] define cuatro pilares del puesto de trabajo digital:
1. Comunidad y colaboración: cómo las personas se conectan, aprenden y trabajan mejor juntas.
2. Gestión del contenido: cómo se produce, se descubre y es utilizado el contenido relevante.
3. Gestión de los datos y de la información: cómo se transforman los datos en información útil y accesible.
4. Estrategia: adónde quiere ir la organización y cuál es la hoja de ruta para llegar hasta allí.
Como se puede apreciar, son tendencias en las que las organizaciones prescinden de las jerarquías abultadas de cargos intermedios –que suelen convertirse en una sucesión de departamentos como zulos incomunicados de los que no sale la información-, y adquieren una estructura más plana.
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