Una de las grandes
incógnitas económicas que enfrentamos en este 2015 que comienza es
qué pasará con el incipiente desarrollo de Latinoamérica y cómo
afectará esto al mundo global. Tras una serie de años de
crecimiento continuado a buen ritmo, las tasas comenzaron desde 2010
a desacelerarse y pueden revertir los efectos positivos de cambio
estructural que habían comenzado a producirse en parte de estas
naciones.
Quizá lo más notable ha
sido la aparición y consolidación de una clase media en países de
rentas más altas como Uruguay y Chile. Sin embargo, otros candidatos
a cerrar la brecha de renta con los países de Europa y Asia, como
Perú, Brasil, México o Colombia, que también habían empezado a
generar una clase media basada en la mejora de las condiciones de
vida de los estratos más pobres de la sociedad, pueden caer en la
denominada trampa de la renta intermedia, en
la que la economía ve cómo el ritmo de crecimiento del PIB se
ralentiza y el proceso de desarrollo socioeconómico se hace más
lento o directamente interrumpe.
El proceso de desarrollo
implica entre otras cosas la evolución de un sistema económico
basado en la explotación y exportación de recursos naturales a otro
en el que los sectores industrial y de servicios adquieren un mayor
peso dentro de la generación de valor añadido en el país en
cuestión. De acuerdo con los datos que ofrece la OCDE, el porcentaje
de población trabajando en los sectores secundario y terciario en
Latinoamérica creció del 36% al 56% entre 1980 y 2010, lo que da
una idea de evolución positiva a largo plazo.
Se puede hablar del
inicio de un proceso de diversificación del sistema productivo de
estas naciones, orientado a la especialización en productos y
servicios de mayor complejidad y valor añadido, y tendente a
reducir la dependencia de la volatilidad de los mercados
internacionales de materias primas. Esta tendencia en sí misma
positiva podría interrumpirse bruscamente de frenarse el ritmo de
crecimiento.
Y las perspectivas son
preocupantes si nos atenemos a las previsiones de la OCDE. En su
reciente informe Latin American Economic Outlook 2015, afirma
que la región continuará creciendo pero a un ritmo menor que en los
últimos cinco años, es decir, entre el 2 y el 2,5% anual de media.
Las razones de esta desaceleración hay que buscarlas en la caída de
los precios internacionales de las materias primas (especialmente
metales y minerales), en el menor crecimiento de China (un socio de
peso de América Latina), en el encarecimiento del coste de la
financiación internacional y en la bajada de la afluencia de capital
internacional.
El
escenario descrito establece grandes diferencias entre los distintos
países, que ya se han manifestado en 2014. Bolivia,
Colombia, Costa Rica, Ecuador, Panamá, Perú y
la República Dominicana han mostrado tasas de crecimiento de entre
el 4 y el 7%. Más rezagadas, en torno al 2,5% van las grandes
economías de la región, Chile y México, y Brasil, que registra tan
solo el 1%. En el pelotón de cola encontramos países como Venezuela
o Argentina, que registraron valores negativos de crecimiento.
El
informe pone en duda que los “booms de productos y capital”
que han experimentado los países de América Latina, en ocasiones,
desde 1960 sean capaces de aportar estímulos positivos a las
tendencias de crecimiento. Estos booms son periodos en los que
se han producido o un incremento drástico de las exportaciones de
productos primario (combustibles, minerales, alimentos), o aumentos
en los flujos de entrada de capital a corto plazo o de la inversión
extranjera.
Las
épocas de bonanza, de unos tres años de duración, han llegado a
aportar hasta 6 puntos porcentuales de crecimiento del PIB. Sin
embargo, la OCDE afirma que lo que hacen es añadirle volatilidad a
las tendencias de crecimiento a largo plazo.
En
una economía global todo lo que ocurre en alguna parte del mundo
afecta al resto. Las economías de los países están entretejidas en
una malla basada en el comercio y los movimientos de capital
internacionales, cuando no están directamente integradas en un
espacio económico común, como la Unión Europea. De esta forma,
aunque a distinta velocidad, la crisis actual que se origina en
EE.UU. y Europa parece estar llegando a otras regiones como Asia y
Latinoamérica. En algunos casos solamente se trata de una revisión
a la baja de las expectativas de crecimiento, pero no deja de ser un
indicador de que si a una parte del mundo le va mal, tarde o temprano
lo notará la otra parte.
La
última derivada que nos dejó 2014 fue la caída de los precios de
determinadas materias primas, especialmente de los carburantes, en
parte por la caída de la demanda internacional y en parte por la
sustitución de la oferta en el caso del petróleo, al aplicar los
países técnicas de fracking para explotar nuevos yacimientos de
combustibles fósiles.
¿Hasta
qué punto esta bajada de los precios de los productos primarios,
cuya exportación es la base del crecimiento económico de no pocas
naciones emergentes, podría generar un efecto en cadena que afecte a
las naciones desarrolladas? Recordemos que la recuperación que
ahora, a principios de 2105, se anuncia a bombo y plantillo, presenta
un cimentación extremadamente débil. Europa no acaba de enganchar
la tendencia de crecimiento y se habla de un estancamiento secular.
Hace
poco yo releía un viejo libro del profesor de la Universidad
Complutense de Madrid Juan Hernández Andreu en el que establecía un
paralelismo entre las grandes crisis económicas del siglo XX (Las
crisis económicas del siglo XX, 1988). La tesis expuesta parte
del concepto de “deflación estructural” del
economista Charles Kindleberger que explicaba el origen de la
crisis de 1929 en base a la caída de los precios de los productos
primarios en los mercados internacionales, cuyo efecto posteriormente
alcanzó a otros sectores de la economía mundial a través del
comercio internacional.
A
grandes rasgos, una serie de factores crearon durante los años 20 un
exceso de oferta de bienes primarios que conllevó la acumulación de
stocks y la caída de los precios de los mismos. El deterioró de la
relación real de intercambio entre bienes primarios y bienes
manufactureros produjo una pérdida de ingresos, por la caída de
exportaciones, en los países especializados en la producción de los
primeros, que redujo su volumen de importación de productos
industriales. De esta forma, la crisis se trasladó a los países
industrializados, exportadores de manufacturas, alcanzando cotas
globales.
Andreu
defendía en su libro que la otra gran crisis del siglo XX, la que se
inicia oficialmente en 1973, tenía un origen similar a la de los
años 30: “Los efectos catastróficos de 1929 y de 1973 no
fueron resultado de sólo causas monetarias. En ambas crisis, los
orígenes deben encontrarse en los movimientos de los precios
relativos [entre bienes primarios e industriales] y en la carencia de
innovaciones técnicas.”
Una entrada en
recesión de las grandes economías de América Latina podría
afectar seriamente a las economías de los denominados “países
industrializados” que apenas salen del caos económico generado en
2008.¿Estamos ahora, en 2015, entrando en un proceso de deflación
estructural, usando la terminología de Kindleberger, que arroje de
nuevo al abismo los tímidos brotes verdes que asoman en Europa y
EE.UU? ¿Conseguirá el gigante chino mantener el nivel de
importaciones de materias primas e inversión que garantice un
crecimiento para Latinoamérica? Ya lo iremos viendo a lo largo de
este año que nace.
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