La pandemia trajo consigo de un día para otro un aumento exponencial en el tráfico de internet. La sustitución del contacto presencial por la videoconferencia llevó a que la plataforma Zoom tuviese más usuarios nuevos en los primeros meses del año que en todo 2019. Nuestro ocio también se trasladó al mundo digital, de forma que plataformas como Netflix, YouTube, Facebook o Disney+ tuvieron que bajar en Europa la calidad de su tráfico de vídeo en streaming para disminuir el estrés que soportaban las redes. De la misma forma, durante la época más intensa de la crisis, las empresas responsables de la plataforma de videojuegos Steam –Sony, Microsoft y Valve- dejaron de realizar actualizaciones de las versiones o lo hacían en horas valle de uso. Y es que, de acuerdo con Sandvine, el tráfico dedicado al vídeo, a los juegos y a medios sociales supone el 80% del tráfico total de internet.
Hacer frente a este crecimiento
inesperado e instantáneo de la demanda no hubiera sido posible si no existiesen
por todo el mundo los grandes centros de computación que configuran la denominada
nube. Las últimas dos décadas han visto como numerosos agentes han
invertido en la generación de estas infraestructuras para el almacenamiento y
la gestión del tráfico masivo de datos, tanto operadores de telecomunicaciones,
como empresas que necesitan un soporte sólido y potente para poder realizar su
oferta de valor, como Amazon en el comercio electrónico, Netflix en los
contenidos, o Dropbox, que ofrece servicios de almacenamiento. De esta manera,
se ha producido lo que algunos llaman la industrialización de internet,
es decir, la transformación de aquella red de redes incipiente de los años
noventa –más dependiente del impulso de las universidades y de organizaciones
filantrópicas- en un poderoso medio para el negocio digital, en cualquiera de
sus vertientes.
La COVID-19 ha impulsado las
intenciones de las compañías de todo el mundo de subirse al cloud.
Factores como el teletrabajo, el mayor volumen de comunicaciones digitales o la
automatización de los procesos corporativos han puesto en evidencia que las
empresas cada vez más necesitan articular su actividad en plataformas que,
además de fiables, ofrezcan flexibilidad y un potencial de escalabilidad. El
paradigma son las firmas tecnológicas, que han demostrado la importancia de la
nube para que un modelo de negocio digital pueda adaptarse sin traumas a
cambios súbitos y significativos en la demanda.
Actualmente existe una parte
importante de las empresas que hacen uso de sus propias instalaciones de
tecnología y son propietarias de sus centros de procesamiento de datos (CPD).
Sin embargo, diversas razones aconsejan el trasladar el CPD a la nube. Por una
parte, las organizaciones se enfrentan actualmente a una complejidad
tecnológica creciente, difícil de seguir sin grandes inversiones por un CPD
local. Por el contrario, los servicios de cloud computing le
ofrecen a la empresa una flexibilidad para adaptarse a necesidades de
procesamiento o almacenamiento de datos cambiantes, sin un coste económico
excesivo.
Precisamente, el coste es otra
razón para apostar por la nube. Un CPD local debe ser financiado íntegramente
por la empresa, tanto los equipos y el software instalados inicialmente, como
las actualizaciones y ampliaciones permanentes. En cambio, un centro alojado en
el servidor de un proveedor cloud le evita a la compañía la
inversión inicial, y solamente pagará por los servicios que consume,
desentendiéndose además de la necesidad de estar actualizando constantemente su
propia plataforma con la última tecnología del mercado.
Foto de Shawn Stutzman en Pexels
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