El mercado de trabajo está
experimentando una profunda transformación estructural, que la pandemia no ha
hecho sino acelerar. La estructura económica de las naciones ha ido
evolucionando desde el final del siglo XX hacia una digitalización progresiva
de todos los sectores de actividad. Ya no tiene tanto sentido utilizar
expresiones como sector TIC, puesto que la informática y las
telecomunicaciones están presentes en mayor o menor medida en todos los
entornos de producción de bienes y servicios. Lo digital se ha convertido en
transversal. La consecuencia directa para el mundo laboral es que, a la vez que
crece la demanda de nuevos perfiles profesionales que no encuentran oferta
suficiente para cubrir las necesidades, asistimos a la destrucción de empleo en
actividades que han sido automatizadas, o que, sencillamente, ya no tienen
razón de ser en el escenario emergente.
Aparte de los efectos más que
evidentes derivados de la introducción de tecnología, el mercado parece
reflejar el impacto de la crisis de abastecimiento que ha traído consigo la
guerra de Ucrania, que vino a sumarse al cierre de fronteras y la ruptura de
las cadenas de producción internacionales que dejó tras de sí la pandemia. Hay
sectores económicos tradicionales, como pueden ser el transporte por carretera
o la construcción, que se ven incapaces de encontrar mano de obra para cubrir
sus necesidades actuales. En paralelo, la tasa de paro juvenil se sitúa
alrededor del 40% de población activa menor de 24 años. Nos enfrentamos a un
claro desajuste entre la oferta y la demanda en el mercado de trabajo, pero
todavía no está claro si se trata de un fenómeno coyuntural derivado de la
crisis, o si, por el contrario, es el rasgo de un cambio más profundo.
Las tendencias no están nada
claras. Por ejemplo, Mckinsey Global Institute predice que, una vez que la
economía se recupere, Europa puede sufrir una carencia de trabajadores cualificados,
a pesar de la ola creciente de automatización. La causa de ello la atribuye al
envejecimiento de los habitantes del continente, que implica que para 2030 la
población en edad de trabajar se habrá reducido un 4%, en torno a 13 millones y
medio de personas, provocando una contracción significativa de la oferta
laboral. Y, de plasmarse la tendencia de acortar de la semana laboral, dicha
oferta podría contraerse un 2% más.
La transformación del entorno
laboral derivada de la automatización afectará de alguna forma o de otra a los
235 millones de trabajadores europeos que existen en la actualidad, según
McKinsey. De acuerdo con esta predicción, más de 90 millones deberán
desarrollar nuevas habilidades dentro de su profesión, acordes con la tecnología
digital, mientras que 21 millones directamente tendrán que cambiar de
ocupación, al desaparecer la suya actual. La visión más optimista de esta
tendencia es que el trabajador se verá liberado de realizar las tareas más
repetitivas y mecánicas, para dedicarse a otras más creativas y estimulantes.
Otra consecuencia de este proceso
de cambio será el movimiento de mano de obra de regiones en declive a los polos
de desarrollo europeos, a lo largo de esta década. Mckinsey estima que el 30%
de la población europea vive en regiones en declive económico, bien porque su
estructura productiva esté basada en la industria tradicional poco innovadora o
en la agricultura, bien porque se trata de zonas dependientes del sector
público, o, también, porque presentan bajos niveles de formación de la
población activa y altas tasas de desempleo. En el lado opuesto, identifica
varios tipos de núcleos europeos que se caracterizan por si dinamismo
económico, y por atraer inversión y mano de obra muy especializada, que son clasificados
como megaciudades (París, Londres) y superstar hubs, que son
ciudades que han manifestado un importante crecimiento económico y de población
(Amsterdam, Munich o Madrid, entre otras).
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