Inteligencia artificial ha sido
el término del año 2022 para la Real Academia de la Lengua. Tras vivir un largo
invierno en letargo, esta disciplina tecnológica ha vuelto a coger carrerilla
en la década pasada gracias especialmente a los avances en la capacidad para
recoger y procesar inmensas cantidades de datos, el denominado big data.
De hecho, la rama de la inteligencia artificial que realmente despunta es el
aprendizaje automático o machine learning, que consiste precisamente en
que los algoritmos aprenden de forma autónoma a base de consumir ingentes volúmenes
de datos. Para algunos expertos, como Gary Marcus, profesor de psicología y neurociencia
en la Universidad de Nueva York, esta dependencia de los macrodatos es un obstáculo
para poder llegar a la inteligencia artificial general, es decir, aquella que
funciona de forma similar al cerebro humano. Para otros, como Judea Pearl, el machine
learning solamente sabe establecer correlaciones para crear patrones, pero
no entiende el principio de causalidad, algo inherente a la inteligencia humana
(de hecho, publicó en 2018 un libro entero sobre la relación causa y efecto: The
book of why – El libro del porqué).
El año pasado se puso de moda la
aplicación online ChatGPT, un sistema basado en el modelo de lenguaje por inteligencia
artificial GPT-3, que, a modo de oráculo moderno, mantiene conversaciones
eruditas con todo aquel que se acerca a preguntarle. Sin embargo, aparte de
estos ejemplos más o menos pintorescos, la inteligencia artificial ya está
entre nosotros, en aplicaciones tan prosaicas como en la función de texto
predictivo de nuestros teléfonos móviles o las recomendaciones personalizadas
de serie que nos ofrece Netflix.
Todos estos servicios y
aplicaciones son inmensos devoradores de datos, hasta el punto de que ya se
habla de la economía del dato, y se considera el dato un factor de producción
más dentro del proceso de creación de valor. A partir de ahora, todo comienza a
regirse por datos, y, para el filósofo coreano Byung-Chul
Han, el hombre “abdica como productor del saber y entrega su soberanía a
los datos”.
La de Han es una de las voces más
críticas que existen en la actualidad con los valores y el funcionamiento de
esta sociedad del siglo XXI, que hemos denominado digital. A su juicio, la
cultura de autosuperación y autoexigencia que guía al trabajador de esta época
ha sido una maniobra brillante de pensamiento neoliberal para conseguir que nos
explotemos a nosotros mismos. También critica la hiperconectividad e
hiperactividad que sufrimos en esta sociedad, y defiende las bondades del “no hacer
nada”, de la mera contemplación, y se muestra reacio a la digitalización,
porque considera que ha desmaterializado nuestras vidas alejándonos de la realidad
física, de manera que rompe una lanza por volver a poseer objetos físicos y por
realizar trabajos manuales, como una forma de volver a conectar con el mundo.
En su libro La desaparición de
los rituales (2019) dedica un capítulo al fenómeno que ha bautizado como dataísmo.
El uso generalizado de big data ha desbancado al ser humano como
productor de saber, de forma que “ahora el saber es producido maquinalmente”.
La mente no puede trabajar con esas enormes cantidades de datos, pero los
procesadores informáticos sí, porque no intentan comprender, sino que se
limitan a calcular. La rapidez del trabajo algorítmico se basa en que las
máquinas no piensan, solamente realizan tareas aditivas con los datos. El
pensar requiere tiempo porque se basa en una narración y tiene un componente
lúdico, que es destruido por la presión para producir más rápido.
Byung-Chul Han concluye que el
paso al dataísmo es el paso de la narración a la mera enumeración. Y sentencia
que, aunque el pensar se asimila al cálculo, “los pasos del pensar no son
fases del cálculo que prosigan con lo igual. Son más bien jugadas o pasos de
baile, que generan algo distinto, un orden completamente nuevo de cosas”.
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