viernes, 3 de febrero de 2023

Del conocimiento al dataísmo: cuando abdicamos en la inteligencia artificial

 


Inteligencia artificial ha sido el término del año 2022 para la Real Academia de la Lengua. Tras vivir un largo invierno en letargo, esta disciplina tecnológica ha vuelto a coger carrerilla en la década pasada gracias especialmente a los avances en la capacidad para recoger y procesar inmensas cantidades de datos, el denominado big data. De hecho, la rama de la inteligencia artificial que realmente despunta es el aprendizaje automático o machine learning, que consiste precisamente en que los algoritmos aprenden de forma autónoma a base de consumir ingentes volúmenes de datos. Para algunos expertos, como Gary Marcus, profesor de psicología y neurociencia en la Universidad de Nueva York, esta dependencia de los macrodatos es un obstáculo para poder llegar a la inteligencia artificial general, es decir, aquella que funciona de forma similar al cerebro humano. Para otros, como Judea Pearl, el machine learning solamente sabe establecer correlaciones para crear patrones, pero no entiende el principio de causalidad, algo inherente a la inteligencia humana (de hecho, publicó en 2018 un libro entero sobre la relación causa y efecto: The book of whyEl libro del porqué).

El año pasado se puso de moda la aplicación online ChatGPT, un sistema basado en el modelo de lenguaje por inteligencia artificial GPT-3, que, a modo de oráculo moderno, mantiene conversaciones eruditas con todo aquel que se acerca a preguntarle. Sin embargo, aparte de estos ejemplos más o menos pintorescos, la inteligencia artificial ya está entre nosotros, en aplicaciones tan prosaicas como en la función de texto predictivo de nuestros teléfonos móviles o las recomendaciones personalizadas de serie que nos ofrece Netflix.

Todos estos servicios y aplicaciones son inmensos devoradores de datos, hasta el punto de que ya se habla de la economía del dato, y se considera el dato un factor de producción más dentro del proceso de creación de valor. A partir de ahora, todo comienza a regirse por datos, y, para el filósofo coreano Byung-Chul Han, el hombre “abdica como productor del saber y entrega su soberanía a los datos”.

La de Han es una de las voces más críticas que existen en la actualidad con los valores y el funcionamiento de esta sociedad del siglo XXI, que hemos denominado digital. A su juicio, la cultura de autosuperación y autoexigencia que guía al trabajador de esta época ha sido una maniobra brillante de pensamiento neoliberal para conseguir que nos explotemos a nosotros mismos. También critica la hiperconectividad e hiperactividad que sufrimos en esta sociedad, y defiende las bondades del “no hacer nada”, de la mera contemplación, y se muestra reacio a la digitalización, porque considera que ha desmaterializado nuestras vidas alejándonos de la realidad física, de manera que rompe una lanza por volver a poseer objetos físicos y por realizar trabajos manuales, como una forma de volver a conectar con el mundo.

En su libro La desaparición de los rituales (2019) dedica un capítulo al fenómeno que ha bautizado como dataísmo. El uso generalizado de big data ha desbancado al ser humano como productor de saber, de forma que “ahora el saber es producido maquinalmente”. La mente no puede trabajar con esas enormes cantidades de datos, pero los procesadores informáticos sí, porque no intentan comprender, sino que se limitan a calcular. La rapidez del trabajo algorítmico se basa en que las máquinas no piensan, solamente realizan tareas aditivas con los datos. El pensar requiere tiempo porque se basa en una narración y tiene un componente lúdico, que es destruido por la presión para producir más rápido.

Byung-Chul Han concluye que el paso al dataísmo es el paso de la narración a la mera enumeración. Y sentencia que, aunque el pensar se asimila al cálculo, “los pasos del pensar no son fases del cálculo que prosigan con lo igual. Son más bien jugadas o pasos de baile, que generan algo distinto, un orden completamente nuevo de cosas”.

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