Uno de los grandes problemas que
enfrenta España es la falta de articulación del territorio. La población se
concentra en núcleos urbanos de gran tamaño muy densamente poblados, y, en
general, no abundan los enclaves de tamaño mediano que contribuyan a
distribuirla a lo largo y ancho del del mapa, como ocurre en otras naciones europeas.
A modo de ejemplo, en nuestro país existen treinta ciudades de más de 200 000
habitantes, seis de las cuales superan el medio millón. En cambio, Francia –con
un 40% más de población- tan solo cuenta con once ciudades de más de 200 000
habitantes, y solamente Lyon, Marsella y París pasan del medio millón. Por su
parte, Italia, con casi un tercio más de población, tiene dieciséis núcleos
urbanos de más de 200 000, mientras que Reino Unido, con 67 millones de
habitantes, presenta veintidós.
El proceso de despoblación del
medio rural viene de muy atrás, aunque se ha acelerado sobremanera en los
últimos treinta años, en parte (aunque no solo), por la revolución que han
conocido las infraestructuras de comunicaciones del país. Paradójicamente, el
haber conectado con vías rápidas los distintos puntos de nuestra geografía,
tanto férreas como carreteras, ha contribuido a aislar grandes zonas del
interior de la península. Por una parte, los grandes trazados del tren de alta
velocidad y la red de autopistas han convertido las rutas en no lugares,
siguiendo la terminología del antropólogo francés Marc Augé (Los «no
lugares». Espacios del anonimato. Una antropología de la Sobremodernidad,
1992).
Las carreteras de antes
atravesaban las localidades y establecían una conexión entre el viajero y el
espacio que recorría; ahora, “el paisaje toma sus distancias, y sus
detalles arquitectónicos o naturales son la ocasión para un texto, a veces
adornado con un dibujo esquemático”. Los ferrocarriles, incluso los de
largo recorrido, antiguamente paraban en los pueblos, “las vías férreas
penetraban en la intimidad de la vida cotidiana” de los lugares que
atravesaban; hoy, los trenes pasan sin parar a tanta velocidad que apenas
podemos leer el nombre de las estaciones que dejamos atrás. Las vías de
comunicaciones ultrarrápidas han condenado al aislamiento a amplias zonas de
nuestra geografía, que se han visto excluidas de las rutas que antaño
vertebraban el territorio.
Por otro lado, los avances en las
últimas décadas del transporte por carretera han supuesto que los grandes
núcleos urbanos y las capitales de provincia han canibalizado una parte
importante de la actividad económica del mundo rural. Frente a las carreteras
de doble sentido de antes, autovías de varios carriles; frente al concepto del
coche familiar como un símbolo de estatus, la posibilidad actual de que todo el
mundo adquiera vehículos cada vez más rápidos y potentes. Todo ello ha llevado
a que el medio rural esté mejor conectado con las ciudades, lo que, lejos de
beneficiarle, ha condenado su actividad comercial. Antiguamente, recorrer
distancias de entre 50 y 100 kilómetros para pasar una tarde de compras o de
ocio era algo impensable por el tiempo que llevaba el desplazamiento. Hoy en
día se trata de algo que hace la gente que vive en los pueblos de forma
habitual, con el consiguiente efecto negativo sobre el comercio y la economía
locales.
Lo cierto es que el medio rural
se muere, con una población cada vez más escasa y envejecida, y sin una
economía sostenible más allá de las actividades del sector primario. Las
propuestas de revitalización pasan generalmente por fórmulas relacionadas con
el turismo rural y con la explotación de productos regionales, pero no siempre
resultan alternativas sólidas que generen empleo y oportunidades laborales
suficientes que puedan frenar la despoblación. Recientemente, y especialmente
después de la pandemia, se ha planteado la digitalización como palanca de
crecimiento para estas regiones. De hecho, se ha llegado a acuñar el
término smart village (pueblo inteligente) como espejo rural
de las smart cities. Sin embargo, cualquier solución en este
sentido debe tener en cuenta que la tecnología, por si sola, no resuelve nada,
no es un remedio universal, y siempre debe como parte de políticas más amplias
de desarrollo.
En 2017, el documento EU
Action for Smart Villages incluía una definición de pueblo inteligente: “son
zonas y comunidades rurales que aprovechan sus puntos fuertes y sus activos,
así como las nuevas oportunidades, para la creación de valor añadido, y donde
se refuerzan las redes tradicionales y nuevas por medio de la tecnología de
comunicación digital, de las innovaciones y la mejora de la utilización del
conocimiento en beneficio de los habitantes”.
En este sentido, el debate que tuvo
lugar dentro del grupo de trabajo de la Red Europea de Desarrollo Rural (ENRD)
trabajó una mayor definición del término inteligente, como una forma de aportar
conocimiento sobre la transformación digital del medio rural. Una de las
principales conclusiones al respecto es que las tecnologías son un medio, y no
un fin, para dar respuesta a los problemas concreto que presenta cada
territorio. En este sentido, deben utilizarse solamente cuando resulten
apropiadas y necesarias.
Por otra parte, se destaca la
necesidad de que los propios actores locales tomen la iniciativa para
solucionar los problemas a los que se enfrenta su territorio, y que construyan
alianzas entre sí, es decir, entre las instituciones públicas, el sector
privado y el municipio. Asimismo, es necesario ampliar el marco de relaciones
más allá del municipio, y establecerlas con otros municipios rurales y con los
núcleos urbanos. Por último, hay que tener muy presente que no existe un modelo
estándar para todos los territorios, y que la transformación digital debe
adoptar una visión local, que aproveche los recursos propios y endógenos.
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