Siempre hemos criticado, por lo
menos los de mi generación, lo despiadadamente competitivo que era el modelo
educativo norteamericano, donde el
objetivo parecía tanto formar al alumno como persona y como ciudadano, dotándole
de unos conocimientos y de una cultura, sino más bien conseguir que fuese el
mejor en todo y que la superación personal, algo en sí positivo, fuese el
equivalente de la superación a los demás. Los principios de este sistema
dejaban fuera de antemano todo lo que tenga que ver con el trabajo en equipo y
la colaboración, dado que el que se sienta a tu lado en el aula es un
competidor. Pues parece ser que el modelo de EE.UU. queda chico con lo que está
ocurriendo en Corea (la del Sur, por supuesto, la otra no es más que un sangriento
país de opereta), donde los estudiantes llevan tan en la sangre la
competitividad que acuden por las noches a clases clandestinas en academias, sí
he dicho bien, para seguir estudiando. El tema ha adquirido tal envergadura que
el gobierno coreano ha tenido que tomar cartas en el asunto persiguiendo la
actividad formativa nocturna como si fuera el juego o la prostitución.
Parece ser que todo este proceso
pernicioso tiene su origen en la importancia que se da a las altas calificaciones
académicas para poder entrar en las universidades; los alumnos con mejores
notas pueden entrar en las universidades más prestigiosas y, en consecuencia,
acceder a los trabajos mejor remunerados del mercado. Esto conlleva que los
niños y niñas coreanos tienen que hacer un sobreesfuerzo académico fuera de las
horas lectivas para poder optar a este “paraíso de los más brillantes”, y para
ello han proliferado por el país las academias nocturnas de refuerzo, lo que se
conoce como “educación en la sombra”. Se calcula que en 2010 el 74% de los
alumnos estaba asistiendo a algún tipo de escuela o academia privada después
del colegio, lo que equivale a un coste medio para las familias de 2.600 dólares
al año por escolar. La paradoja es que hay alumnos que se duermen en las clases
ordinarias del colegio para poder rendir en las clases nocturnas privadas.
El gobierno ha empezado a ver
esta adicción al estudio como un problema social, hasta el punto de que ha
establecido un toque de queda para las academias after-hours, que se denominan hagwons, de forma que sufren redadas de
la policía como si se tratase de garitos ilegales. Esto desde el punto de vista
represivo (las hagwons estuvieron
prohibidas durante la dictadura de los años 80). Desde el punto de vista constructivo, las autoridades intentan
relajar, con mediano éxito, el culto a la calificación elevada que impera en el
entorno académico e intentar introducir otros valores “más humanos” para evaluar
al alumnado, como puede ser la capacidad creativa. A pesar que el propio Barack
Obama ha elogiado con aires de sana envidia los resultados académicos de los jóvenes
coreanos, que están a la cabeza en cualquier ranking internacional, desde Corea
del Sur se aprecia el fenómeno con justificada preocupación; en palabras de Lee
Ju-Ho, Ministro de Educación: “ustedes
los americanos ven el lado brillante del sistema coreano, pero los coreanos no
se sienten contentos con él”.
Y ahora mi preocupación es la
siguiente: dado que en este Brave New
World que se nos viene encima Asia cada vez se erige más como zona hegemónica
e influyente, ¿llegaremos a importar en la decadente Europa esos sistemas
formativos salvajes y deshumanizados?
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