No se puede expresar con más gracia que con la frase del título, cuya autoría se atribuye a la empresa de capital riesgo Founders Fund, la sensación de decepción que tenemos todos los que nacimos cerca del ecuador del pasado siglo acerca de los logros de la ciencia en el presente, entonces el brillante futuro. Recuerdo una colección de cromos que regalaba a principios de la década de los setenta una conocida marca de bollería industrial en la que, entre otros temas, se dedicaba una sección a lo que se preveía que sería el mundo del futuro, que en esa época estaba representado por el mítico año 2000. Las ilustraciones correspondientes nos situaban viviendo en casas encerradas en cúpulas transparentes, sobre pilares por encima de la frondosa vegetación, en ciudades surcadas por monorraíles. Sin embargo, salvo detalles y ampliaciones, las ciudades que habitamos siguen teniendo el mismo aspecto que hace 50 años. No existen tampoco coches voladores como en la distopía Blade Runner, pero tenemos una chorrada llamada Twitter que nos permite informar al mundo de lo horteras que son nuestros gustos musicales, por ejemplo.
Existe una corriente de pensamiento de pesimistas en torno a la innovación que defiende que, tras el boom tecnológico que transforma el mundo entre 1900 y 1970, el ritmo de innovación se ha estancado y ya no tira del crecimiento económico. Es un tema tratado en el artículo Innovation pessimism: Has the ideas machine broken down?, que publica The Economist en uno de sus números de enero.
Nos plantean el siguiente razonamiento: si entramos en una cocina de principios del siglo XX y luego en otra de, pongamos, 1965, nos encontramos ante dos realidades radicalmente distintas. Pero si comparamos la de 1965 con una actual nos damos cuenta que, quitando algún aparato más que otro y los displays digitales, básicamente tienen la misma forma y funcionan de la misma manera.
La argumentación que defiende que la innovación en el mundo actual se ha estancado parte de tres líneas o postulados.
En primer lugar, los autores consideran que la tasa de producción por persona (responsable del crecimiento intensivo, es decir, el que mejora el rendimiento de los recursos materiales y de los trabajadores, en parte gracias a la aplicación de la tecnología a los procesos de producción) se ha desacelerado en el mundo desarrollado: hacia 1950 este indicador crecía al 2,5% anual en EE.UU.; en la década de 2000 estaba por debajo del 1% y desde 2004 no supera el 1,33%.
Un segundo elemento está relacionado con el volumen de innovación y la “intensidad investigadora”, medida como la “cantidad de fuerza de trabajo empleada en sectores generadores de ideas”. Se considera que esta variable es determinante para el crecimiento pero que tiene una limitación natural pues no puede crecer indefinidamente. Y aunque se ha expandido considerablemente el número de trabajadores empleados en actividades de I+D desde 1975, estudios realizados demuestran que la contribución del trabajador en actividades de I+D al crecimiento es ahora siete veces menor que 1950.
El último argumento planteado defiende que a simple vista la capacidad transformadora de la vida cotidiana de la tecnología es infinitamente menor desde 1970. El mundo de 1950 era radicalmente distinto del de finales del siglo XIX (automóviles, aviones, nuevos materiales y fuentes de energía…), pero el del último cuarto del siglo XX no es tan distinto del momento actual.
Hay quien postula que las invenciones realmente transformadoras ya han sido realizadas en el pasado y que ahora solamente queda mejorarlas. Se trataría de la capacidad de producir y distribuir energía a gran escala, de poder hacer confortables los edificios independientemente de la temperatura exterior, las mejoras en la rapidez en el transporte y la posibilidad de comunicarse con cualquiera en cualquier parte del mundo. Todo ello ya existe.
Si nos fijamos, la tecnología de base de nuestra adorada e idolatrada sociedad digital tiene su origen en la segunda mitad de la década de los sesenta, con la aparición de ARPANET, el Internet primitivo. No hay nada nuevo bajo el cielo.
Cuando yo era pequeño dábamos por hecho que tras el alunizaje de 1969 la carrera espacial no había hecho más que empezar, y que pronto tendríamos bases en la luna y mandaríamos vuelos tripulados a los planetas más cercanos. Casi cincuenta años después todavía no ha llegado nada de eso y no parece que esté cerca.
Como indica el artículo, la medicina ha evolucionado sobremanera en las últimas décadas, pero la gente se sigue muriendo de cáncer y de ataques al corazón como en el siglo pasado. No hemos asistido a ningún descubrimiento verdaderamente transformador.
Y sin embargo, la innovación tecnológica puede presentar ciertos retardos temporales en relación con su efecto sobre la economía y la sociedad, lo que explicaría esta aparente ausencia de cambios serios. En 1987 el economista Robert Solow afirmaba con sorna que se podía contemplar la era de los ordenadores en todas partes excepto en las estadísticas de productividad; el efecto de la informática sobre la productividad comenzó a registrarse a mediados de la década de los noventa. A lo mejor todavía quedan varios lustros para que veamos los efectos sobre nuestras vidas de los descubrimientos actuales en los campos de la nanotecnología, la biotecnología o la tecnología de redes.
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