Desde hace más de dos décadas, la
informática lleva siendo un fiel aliado de las personas con discapacidad,
suministrando medios para que puedan superar las barreras de comunicación o
apoyando el aprendizaje mediante software especializado y ayudas
técnicas. Ya a principios de este siglo empezaron a proliferar herramientas
basadas en la conversión de texto a voz y viceversa, y en sistemas de
comunicación no vocal aumentativos -como Bliss o SPC-, que pusieron en
evidencia la gran capacidad que tiene la tecnología digital de apoyar la
calidad de vida de las personas con diversidad funcional.
En los últimos tiempos han
surgido numerosos estudios y experiencias que ponen el foco en el uso de robots
inteligentes para apoyar el desarrollo y la educación de los niños con autismo,
dado que estos dispositivos parecen despertar su interés y el deseo de
interactuar con ellos. Se trata de sistemas programados para llevar a cabo
interacciones muy predecibles y uniformes, algo que hace sentir cómoda a la
persona con este tipo de trastorno a la hora de relacionarse con la máquina.
Los investigadores en este campo parten de la base de que los niños con TEA
(trastorno del espectro autista) no soportan lo que es impredecible –de hecho,
les aterra-, y, precisamente, los robots manifiestan un comportamiento repetitivo
y mínimamente expresivo, creando de esta manera un entorno predecible en el que
se sienten más a gusto.
Desde el trabajo pionero de
Kerstin Dautenhahn en el proyecto AURORA (AUtonomous RObotic platform as a
Remedial tool for children with Autism) en la década de 1990, se han ido
sucediendo experiencias relacionadas con la aplicación de la robótica al
desarrollo y el aprendizaje de niños que padecen trastorno de espectro del
autismo. La sofisticación que han alcanzado las máquinas actuales permite que
se adapten a la forma individual de aprendizaje de cada alumno. En general, el
uso de robots está demostrando ser un recurso muy útil de cara al desarrollo de
habilidades sociales y de comunicación.
Un equipo de investigadores de la
Universidad Tecnológica de Chipre utilizó al robot humanoide NAO en la terapia
llevada a cabo con un niño de diez años con TEA. En cada sesión, el androide
invitaba al menor a identificar animales de una baraja, celebrando alegremente
si acertaba y corrigiéndole si fallaba. El resultado de la experiencia es que
Joe –seudónimo del niño- cada vez se mostraba más independiente e iniciaba
proactivamente la sesión con NAO, dirigiéndole la mirada y expresándole afecto.
Otro equipo de la Universidad de
Yale dirigido por Brian Scassellati llevó a cabo en 2018 un experimento
robótico destinado a desarrollar el contacto visual y otros comportamientos
sociales en doce niños y niñas autistas de edades comprendidas entre los 6 y
los 12 años, en el que participaron con sus familias en sesiones de
cuentacuentos y juegos interactivos. El objetivo era que los adquiriesen
habilidades sociales, como la comprensión emocional, el respetar los turnos y
el ver las cosas desde la perspectiva de otros. En este caso, el robot se
alejaba bastante del modelo humano y asemejaba un flexo de sobremesa con dos
luces azules a modo de ojos.
Un tercer ejemplo de esta línea
de trabajo ha sido llevado a cabo en la Universidad del Sur de California y se
basa en la creación de un algoritmo de inteligencia artificial –Kiwi- capaz de
identificar cuándo el niño autista necesita ayuda. El robot en cuestión
adquirió la forma de un ave de rostro simpático que iba guiando a los
participantes trabajar con una tableta en un juego matemático. La tableta iba
grabando vídeos de los niños que sirvieron para entrenar al algoritmo de forma
que pudiese identificar cuándo el alumno estaba prestando atención. El
experimento pretendía medir en qué medida Kiwi conseguía mantener la atención
del menor con TEA, y el resultado fue que, cuando el robot había hablado en el
minuto previo al inicio de la actividad, los niños prestaban atención alrededor
del 70% del tiempo, mientras que, si había estado en silencio, ese porcentaje
descendía a menos del 50%.
Un último caso de especial interés,
por tener su origen en España, es el de la empresa de Elche Aisoy Robotics, que
inventó y lanzó al mercado un robot social capaz de reconocer a la persona con
la que interactúa y simular emociones. Aunque en principio no había sido
diseñado para ayudar a niños con TEA, un estudio del MIT sobre robótica y
autismo utilizó, entre otros, el modelo Aisoy 1. La publicación de este trabajo
científico llegó a manos de una enfermera de Kansas, madre de un niño autista,
que se puso en contacto con la empresa alicantina para solicitar uno de sus
productos. Su hijo Juan, que no respondía a ninguna terapia convencional,
comenzó a trabajar con el robot español (que habla cuatro idiomas), y empezó a
adquirir un vocabulario básico, todo un logro puesto que hasta entonces su
comunicación había sido no verbal. Por supuesto que Lisa, que así se llamaba la
enfermera, podría haber adquirido cualquier otro robot del mercado, pero la
diferencia de precio era notable (un modelo japonés NAO costaba alrededor de 9
000 euros frente a los 265 del Aisoy), y, además, el español era fácilmente
programable, de forma que ella lo pudo hacer sola con el apoyo del equipo de
Aisoy Robotics.
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