El coche eléctrico es la gran esperanza para atenuar el cambio climático. El uso desmesurado de combustibles fósiles –especialmente desde la segunda mitad del siglo XX- es uno de los factores que ha desembocado en un cambio climático en el planeta que, a todas luces, ya parece irreversible. Junto a alternativas más o menos realistas de movilidad urbana, como son los vehículos compartidos y el uso de bicicletas y patinetes, emerge el concepto del vehículo eléctrico como el gran paradigma del transporte que va a conseguir que acabemos por reducir las emisiones de gases efectos invernadero en las ciudades.
Existen numerosos tipos de vehículos eléctricos, que en muchos casos combinan diversas fuentes de energía para mover sus motores. El más “puro” sería el vehículo eléctrico de batería (battery electric vehicle, BEV), cuyo funcionamiento se basa exclusivamente en un motor eléctrico alimentado por una batería que almacena la energía.
Sin embargo, el resto de las modalidades implican la combinación de la electricidad con otros tipos de energía. El denominado vehículo híbrido enchufable (plug-in hybrid electric vehicle PHEV) que parte de dos motores, uno eléctrico y de otro de combustión interna, dispuestos para funcionar juntos o por separado. En el caso del vehículo eléctrico de autonomía extendida o range extended electric vehicle (EREV), el motor de combustión interna no está asociado a la tracción, y su misión es generar electricidad para recargar la batería. Un cuarto ejemplo es el vehículo híbrido eléctrico (hybrid electric vehicles, HEV), en el cual la combustión interna apoya al motor eléctrico cuando resulta necesario, por ejemplo, al acelerar para adelantar. El último tipo es el vehículo de celda de combustible (fuel cell electric vehicle, FCEV), que, como su nombre indica, utiliza hidrógeno para generar electricidad a partir de una celda de combustible.
Aun en su modalidad más limpia, el vehículo eléctrico sí que contamina, si bien de otra manera. Más que de contaminar, debemos hablar del impacto ecológico que tiene la construcción de las baterías de ion de litio, dado que contienen níquel, un mineral cuya extracción puede afectar la calidad del terreno y de las aguas. Por otro lado, las baterías también llevan litio y cobalto, minerales cuyas reservas en nuestro planeta no son especialmente abundantes, y cuya demanda se ha disparado en proporción a la popularidad de este tipo de vehículos. Como muestra, entre 2016 y 2018, el precio del cobalto por tonelada métrica se ha cuadruplicado.
Por todo lo anterior, hay quien pone en duda que el precio de los vehículos eléctricos se abarate hasta el nivel de los de combustión interna en los próximos años, y alarga dicho periodo a más de una década. Y todo por culpa de las baterías de litio.
El coste descendente de este tipo de baterías –que suponen en torno a la tercera parte del coste del vehículo- tenderá a estancarse al no bajar más el precio de las materias primas de las que están hechas. Resulta paradójico que las previsiones más optimistas al respecto –que para 2025 alcancen el coste simbólico de 100 dólares/kWh, que equipararía el precio del coche eléctrico (sin subsidios) con el convencional- implica que las baterías tendrían un coste inferior al de los materiales que contienen.
Todo este debate deja clara una cosa: la gran esperanza de la movilidad eléctrica tiene muchas cuestiones pendientes de resolver.
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